Desde
el más discreto rincón observaba a los bailarines. El olor a polvo de talco,
con el que habían espolvoreado la pista, llegaba lejano y agradable. La tenue
iluminación propiciaba los rostros muy juntos y los torsos pegados, en un
maravilloso juego de cintura y piernas, deslizándose las parejas en el sentido
contrario a las agujas del reloj.
Entonces
llegó él, seguro, ecuánime, con su habitual traje negro. Una hermosa joven le
tendió la mano, él la acercó con un único movimiento a su cuerpo. Ocuparon el
centro de la pista y todos, absolutamente todos, los ojos se posaron en ellos.
La envidia se mezclaba con la admiración que sentía por la bailarina, me
hubiera gustado ser yo la que girara entre sus brazos.
Después
de las tres tandas de rigor, se despidieron con un único beso en la mejilla.
Igual que un cazador seleccionando a su presa, el hombre buscaba una nueva
pareja de baile. Su mirada se posó directamente en mí. Con cualquier otro la
hubiera evitado, pero me tenía tan fascinada, tan embelesada, que no desvié mis
ojos de los suyos. Agachó la cabeza en una muda petición que yo acepté. Se
acercó lentamente, sin prisas, favoreciendo la tensión del encuentro. Me tomó
de la mano para conducirme al centro de la pista, nunca antes había ocupado ese
lugar, no me consideraba una bailarina muy ducha. Pero con él nada parecía
imposible. En cuanto me tomó en sus brazos me perdí en la suavidad de su tacto
y el aroma de su piel. Me llevaba como nunca lo había hecho nadie, incluso
llegué a creer que sabía bailar, como cualquiera de las chicas que acudían a la
milonga. No bailamos sólo tres tandas, el resto de la noche se rindió a nuestro
encuentro; continuamos en horizontal, descubriendo y ensayando nuevos pasos que
nos conducían a paraísos de placer…
No recordaba haber
experimentado un sueño tan vívido. Despertó feliz, ilusionada. Lo primero que
hizo fue rescatar de la papelera el folleto de la academia de baile. Al salir
del trabajo se personó en la misma para formalizar su matrícula. El profesor de
tango se acercó lentamente a ella, seguro, sin prisas, con camisa y pantalones
negros, mostrando una irresistible sonrisa. “Una nueva alumna”, pensó él. “El
hombre de mis sueños”, pensó ella.
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