Salió a la calle como
cada día, dejándose envolver por la rutinaria tarea de repartir propaganda. Alcanzaba
la edad de cincuenta años y por primera vez en mucho tiempo experimentaba un
ápice de felicidad, la que le proporcionaba el escaso salario al final de la
jornada. Sonreía cada vez que recordaba la cara de estupefacción del jefe
cuando hizo el pino en el despacho, pero ante tanto candidato joven no le
quedaban más opciones. Y por ahí andaba, pateando las calles desde otro punto
de vista, para no descolocarse en el sinsentido del organigrama social.
Justo
cruzaba la carretera cuando una señora de edad avanzada se acercó a él.
—Oiga,
el número veintiséis de esta avenida ¿a qué altura queda?
—Pues
no puedo decirle señora, no lo sé —mintió, le molestó el hecho de que lo
abordara en el paso peatonal cuando el semáforo estaba a punto de cambiar.
Continuó
su rutinaria labor, adentrándose poco a poco en el sórdido cansancio acumulado
a fuerza de insistir en su desgana. Cualquier calle daba igual, todas
significaban lo mismo, en una de esas se le acercó un hombre.
—¿Podría
decirme dónde queda el número veintiséis de esta calle? —le preguntó
amablemente.
—Enfrente,
tiene que cruzar.
—Muchas
gracias —Y se alejó siguiendo sus indicaciones.
No
dio importancia al hecho hasta que en una nueva avenida una madre llevando a su
hijo de la mano le volvió a preguntar por el número veintiséis. Tres veces ese
número. Sacó el móvil y llamó a su mujer para contárselo pero nadie atendió la
llamada. Contactó con el buzón de voz porque tenía varias llamadas perdidas.
“Tiene
veintiséis mensajes nuevos” le comunicó la voz mecanizada.
Los
primeros mensajes no dejaron recado alguno; otros no decían nada interesante; una
oferta le ofrecía mejorar su línea al precio de veintiséis euros. ¿Por qué hoy
todo giraba en torno a ese número? En el último mensaje se escuchó la voz de su
jefe notificándole que a partir de mañana prescindirían de sus servicios; directo y
conciso, pero no por ello menos crudo.
Cruzó
la calle sin mirar, lo último que vio antes de cerrar los ojos fue el número
del autobús de línea que lo había atropellado, el seis, parpadeando, intentando
recomponerse. Extenuado aún pudo oír un último comentario: “Ha sido el
veintiséis”. Abrió los ojos para comprobarlo, el número había dejado de
parpadear y efectivamente se trataba del veintiséis. Un veintiséis grande, de
color verde, que le arrancó una sonrisa irónica antes de cesar su camino.
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