martes, 13 de noviembre de 2012

A RITMO DE TANGO



Desde el más discreto rincón observaba a los bailarines. El olor a polvo de talco, con el que habían espolvoreado la pista, llegaba lejano y agradable. La tenue iluminación propiciaba los rostros muy juntos y los torsos pegados, en un maravilloso juego de cintura y piernas, deslizándose las parejas en el sentido contrario a las agujas del reloj.
Entonces llegó él, seguro, ecuánime, con su habitual traje negro. Una hermosa joven le tendió la mano, él la acercó con un único movimiento a su cuerpo. Ocuparon el centro de la pista y todos, absolutamente todos, los ojos se posaron en ellos. La envidia se mezclaba con la admiración que sentía por la bailarina, me hubiera gustado ser yo la que girara entre sus brazos.
Después de las tres tandas de rigor, se despidieron con un único beso en la mejilla. Igual que un cazador seleccionando a su presa, el hombre buscaba una nueva pareja de baile. Su mirada se posó directamente en mí. Con cualquier otro la hubiera evitado, pero me tenía tan fascinada, tan embelesada, que no desvié mis ojos de los suyos. Agachó la cabeza en una muda petición que yo acepté. Se acercó lentamente, sin prisas, favoreciendo la tensión del encuentro. Me tomó de la mano para conducirme al centro de la pista, nunca antes había ocupado ese lugar, no me consideraba una bailarina muy ducha. Pero con él nada parecía imposible. En cuanto me tomó en sus brazos me perdí en la suavidad de su tacto y el aroma de su piel. Me llevaba como nunca lo había hecho nadie, incluso llegué a creer que sabía bailar, como cualquiera de las chicas que acudían a la milonga. No bailamos sólo tres tandas, el resto de la noche se rindió a nuestro encuentro; continuamos en horizontal, descubriendo y ensayando nuevos pasos que nos conducían a paraísos de placer…

No recordaba haber experimentado un sueño tan vívido. Despertó feliz, ilusionada. Lo primero que hizo fue rescatar de la papelera el folleto de la academia de baile. Al salir del trabajo se personó en la misma para formalizar su matrícula. El profesor de tango se acercó lentamente a ella, seguro, sin prisas, con camisa y pantalones negros, mostrando una irresistible sonrisa. “Una nueva alumna”, pensó él. “El hombre de mis sueños”, pensó ella.

miércoles, 7 de noviembre de 2012

CON UN PAR DE BOTAS



Llevaba media hora sin decidirse. La dependienta le había mostrado varios pares de botas, encantada de coquetear con un cliente tan atractivo. Yo los observaba, él pedía mi opinión con cada par nuevo. En el momento que se agachó, poniéndole el escote a la altura de los ojos, tomé cartas en el asunto. Acerqué mis labios a los suyos y lo besé, dejando bien claro quién era su chica. Ella desistió y se dedicó a obsequiar a otros clientes. Él, después de unos minutos, escogió por fin las que más me gustaban.
―Disculpa, ¿qué te parecen estas botas? ―me preguntó una joven.
―No trabajo aquí ―le expliqué sonriendo.
―Lo sé, pero he visto las que llevas puesta y creo que tienes muy buen gusto ―decía esto mientras miraba a mi pareja.
―Me parecen bien, las puedes combinar tanto con algo corto como con vaqueros.
―Muchas gracias, me las llevo entonces, sólo quedan dos pares y he tenido suerte de que este me quede bien ―Metió las botas en una caja y la apoyó junto a otras mientras se calzaba, pero al irse cogió la que estaba justo al lado.
Pasó tan rápido que la intenté avisar pero no me dio tiempo. Los vi haciendo cola para pagar, él le había cedido el turno, ella muy pegada se lo agradecía. Cuando se dio cuenta de su error quiso rectificar, ya era tarde, decidí salir de allí con un par de botas

lunes, 22 de octubre de 2012

GIGOLÓ



Pasó directamente al dormitorio, amplio aunque recargado. Ofrecía una agradable penumbra, en contraste con el desagradable olor del ambientador. La música lo invitaba a desnudarse, trató de seguir el ritmo. Nunca se le dio bien bailar pero por trescientos euros valía la pena intentarlo. Por supuesto, en el precio iban incluidos otro tipo de servicios, aunque a estas alturas empezaba a dudar si podría realizarlos. Su cuerpo no respondía. Miró de nuevo a la mujer que, con mirada lujuriosa y febril ansiedad, esperaba que él se acercara para poseerla. No podía. Su aspecto, su risa, su perfume enervante y su crepúsculo vital lo hacían retraerse. Pensó en el trabajo que realizaba cada día, el sueldo miserable, las horas robadas al sueño, el jefe gritando por cualquier cosa… Y la chica nueva, tan joven y bonita. Volvió a la realidad y decidió salir de allí, no estaba preparado para un cambio de vida tan radical, no todavía.

sábado, 16 de junio de 2012

LA PETICIÓN


El timbre sonó y poco a poco los alumnos fueron abandonando el aula, todos menos uno que se quedó sentado esperando que la profesora reparara en su presencia.
―¿Te ocurre algo? ―le preguntó preocupada.
―Señorita Eli, tengo que decirte una cosa ―su tono pretendía ser neutro pero el movimiento de sus manos, apretándose una contra otra, delataban su estado.
―Por supuesto  ―dijo solícita mientras acercaba una silla y se sentaba a su lado.
            Pedro estaba inmóvil mirando al frente, abría y cerraba la boca pero no salía sonido alguno, tenía algo que decir pero no sabía cómo.
―Señorita Eli, tú sabes cuánto te queremos todos. Tú nos ayudas, nos enseñas… Te tenemos confianza.
―Lo sé, y en nombre de esa confianza que dices que me tienes habla sin miedo.
―Vale, ¡uf!, verás, llevamos todo el curso preguntándonos cosas sobre ti, sobre tu vida, tu edad...
―Eso es natural ―interrumpió Eli esbozando una sonrisa―, cuando se pasa mucho tiempo con una persona pueden pasar dos cosas: que la admires y te importe y por eso quieras saber cosas sobre ella; o que te caiga mal y no quieras ni hablarle. Yo me siento halagada por ese sentimiento que dices que despierto entre vosotros.
―Y mucha curiosidad ―continuó machacón Pedro.
―Pues no es para tanto, tengo veintiocho años, vivo con mis padres, os doy clases y esa es toda mi vida.
―Ya señorita Eli, pero tendrás sentimientos, deseos…
―No sé exactamente a que te refieres, estoy satisfecha con mi trabajo y en general con mi vida.
―Pero una persona no puede estar sola siempre, necesita una pareja, alguien en quien confiar  y con quien compartir su vida.
―A ver ―le dijo mientras sonreía―,  me parece que estás soltando todo este discurso para decirme que te gusta una chica.
―Vale, algo de eso hay, ¡uf!, pero no quiero hablar de mí sino de ti.
―Y eso, ¿por qué?
―Porque quiero pedirte algo, ¡uf!, no sé cómo hacerlo y necesito conocerte un poco mejor antes de lanzarme.
―Pues suéltalo cuanto antes. Dejarás de estar nervioso y yo podré saber por fin de qué se trata.
            Eli estaba totalmente desconcertada, por el camino que iba el chico parecía que su intención era declararse, y aunque la idea en sí ya era bastante disparatada, con los adolescentes, por el mero hecho de serlo, había que ir con pies de plomo.
―Tú nos hablas de historia, guerras, relaciones… Todas esas cosas que cuentan los libro, ¡uf!, pero nosotros queremos que nos hables de amor.
―Pedro, el amor es algo particular y privado que cada persona vive y siente de una manera diferente.
―Sí, ¡uf!, seguramente tienes razón, pero a mi edad la mayoría de los chicos han visto el amor…
―Pedro, el amor no se ve, se siente ―le explicó ya verdaderamente preocupada.
―¡Uf! Los que tengan la suerte de sentirlo, los que son como mis compañeros y como yo puede que no lo conozcamos nunca.
―¿Y cuál crees tú que es la solución? ―deseaba escapar cuanto antes, se sentía agobiada.
―La solución es que las personas cercanas nos ayuden y lo que es normal para los demás lo sea para nosotros.
―¿Y qué cosa en concreto piensas que no puedes hacer con normalidad?
―¡Uf! Elegir una película.
            Los dos guardaron silencio, Eli observaba a Pedro mientras este miraba al frente deseando soltar las palabras que se le atragantaban.
―Señorita Eli, quiero pedirte en nombre de la clase si podemos traer una película para que nos la audio describas.
―¡Claro que sí! ―respondió contenta mientras respiraba tranquila, ¡pobre chico!, la que había liado para decir que quería poner una película.
―Pero la que nosotros queramos.
―Vosotros mandáis.
―Señorita Eli, queremos que nos audio describas “Emmanuel”.

miércoles, 23 de mayo de 2012

COSAS QUE PASAN



―Pase por aquí, por favor ―señaló el agente mientras lo tomaba del brazo y lo conducía a la sala de interrogatorios.
―Lo hemos traído para que nos cuente qué sucedió ―puntualizó otro agente una vez el presunto estuvo acomodado.
―No lo entenderían ―les espetó el detenido.
―Pruebe a ver, se sorprendería de las cosas que podemos entender ―habló uno de los policías en nombre de su compañero y de él―. Díganos su nombre en primer lugar.
―Me llamo Pedro y estoy aquí porque piensan que maté a María.
―¿Lo hizo? ―el tono intentaba camuflar un brote irónico.
―María me engañaba, estábamos en casa y no paraba de hacer cosas. Todo el tiempo de un lado a otro. La luz del contestador parpadeando me estaba poniendo nervioso y ella lo miraba. Sé que lo miraba. La vi como lo miraba por el rabillo del ojo. Tuve que gritar para que presionara el botón. Noté el miedo en sus ojos y después alegría cuando la voz del mensaje le dijo que estaba admitida, ¡qué estupidez! ¡Cómo si no supiera que todo era un código entre ellos!
―¿Qué decía exactamente el mensaje?
―Que María estaba admitida como secretaria, que él la atendió esa mañana y que le había causado muy buena impresión, cómo si yo no supiera el tipo de impresión al que se refería.
―¿Qué hizo usted después? ―prosiguió el agente interrogando.
―No es lo que hice después es lo que pasó antes.
―Bueno pues cuéntenos todo lo que pasó antes ―intervino el compañero.
―La acompañé a la consulta, tenía cita para recoger unos resultados, y cuando el doctor le dijo que estaba todo bien, que sólo sería necesaria una pequeña intervención quirúrgica, la muy descarada lo abrazó. Allí mismo, delante de mí.
―A su mujer se le diagnosticó un fibroma mamario, lo hemos investigado.
―No sé lo que es eso, no me dijo nada al respecto. Pero estuve con ella en una empresa en la que se suponía que iban a entrevistarla, ¿y qué creen que pasó cuando salió del despacho? ―Los dos agentes permanecieron en silencio esperando que el acusado continuara. ―Había roto la pulsera que le regalé por nuestro primer aniversario, a saber qué hicieron allí dentro para llegar a eso.
―Seguramente la rompió ella misma, estaría nerviosa por la entrevista de trabajo.
―La acompañé todo el tiempo, fuimos en metro al centro de la ciudad, nosotros que vivimos en las afueras, todo porque me dijo que quería su espacio, que necesitaba trabajar, como si yo no la mantuviera como una reina…
―Tenemos los resultados de unas radiografías que le realizaron hace unos meses y presenta varias fracturas óseas, si no se dedicaba al boxeo, explíquenos de dónde salieron esas fracturas ―apremió uno de los agentes.
―Era muy despistada, Esa misma mañana no sonó el despertador, cuando abrió los ojos y miró la hora, saltó de la cama y resbaló golpeándose con la mesita de noche, después tuvo que ponerse tanto maquillaje que parecía una payasa.
―Nos gustaría que fuera al grano. ¿Por qué la mató? ―Los agentes no querían alargar el interrogatorio más de lo necesario.
―¿Saben lo que hizo cuando escuchó el mensaje del contestador?
―Sí, hemos visto la maleta preparada y la nota: “Hasta nunca Pedro” ―citó textualmente el agente―. ¿Se marchaba de casa? ¿Lo iba a abandonar? ¿Ese fue el motivo?
―Ojalá se hubiera ido, pero no. María era muy retorcida, llenó la maleta con mi ropa, me echaba de casa.
―¿Por eso la empujó hasta tirarla por la ventana?
―¿Qué otra cosa podía hacer? Ella quería echarme, abandonarme a mi suerte, actué en defensa propia.
―¿Creyó que lo tomaríamos por un accidente, verdad?
―Todo iba bien, ¿cómo lo supieron?
―María nos lo ha contado. Viven en un segundo piso, milagrosamente se ha salvado. Va a tener suerte, no lo van a condenar por asesinato.
―Pero perderé mi libertad ―expresó lastimeramente, consciente de su verdadera situación.
―No se engañe, nunca fue libre, siempre estuvo preso de sus demonios.

miércoles, 2 de mayo de 2012

LA NOCHE DEL ACERTIJO (2ª parte)



A las cuatro y media de la mañana nuestras deducciones nos llevaron a la conclusión de que debía llevar más o menos un año muerta, teniendo en cuenta que el hotel no contaba con la antigüedad suficiente (hacía apenas dos años que fue abierto al público). Pero la luz nos desconcertaba, en qué luz debíamos fijarnos. Las cinco o seis copas que tomó mi nuevo amigo no facilitaron la tarea, pasaba el tiempo sin que su razonamiento le llevara a ninguna conclusión. Al fin y al cabo yo sólo era una ayuda bien avenida pero el que se jugaba la vida era él.
            A las cinco decidió volver a la habitación, pensó que allí, tal vez, podría inspirarse. Con cierta aprensión lo acompañé dentro. Era una suite doble, con un lujo ostentoso, unas vistas magníficas de la fauna marina y un mecanismo que realizaba tareas a través de la voz. Para encender las luces, o marcaba un código o lo pronunciaba en voz alta: “220-1”, para correr las cortinas:”220-2”, para acceder al mini-bar que salía de una de las paredes:”220-3”…
―¡Claro! ¿Cómo no lo hemos visto antes? ―miró en todas direcciones como alucinando ―. Está aquí, sólo hay que decir el código. Está en una de estas paredes, sólo hay que abrirla con el código.
            Pensé que se había vuelto loco, ¿qué código? Vi cómo tecleaba en el ordenador portátil buscando la solución: 9.454.254.955.488 fue la respuesta. Había unido las palabras año y luz de las frases que le diera el fantasma, el código eran los km que había en un año luz, sólo tenía que pronunciarlo y la maldición o lo que fuera desaparecería. A escasos segundos de la hora señalada mi amigo pronunció esta cantidad.
            Sir Jeremy murió repentinamente a las seis en punto de la mañana. Si piensas que no era esa la solución te equivocas, la respuesta era correcta, el error lo cometió al leer la cantidad, no supo hacerlo correctamente, la impaciencia, los nervios, el alcohol y el miedo, no lo ayudaron. Bastaba con decir nueve billones, cuatrocientos cincuenta y cuatro mil doscientos cincuenta y cuatro millones, novecientos cincuenta y cinco mil cuatrocientos ochenta y ocho. Una noche entré en la habitación, no me preguntes cómo, y pronuncié la cantidad correctamente, alto y claro. De una pared giratoria salió un cadáver descompuesto, el cadáver de la esposa de uno de los accionistas que en su día controlaba el hotel, repentinamente vendió sus acciones y nunca más se supo de su paradero. El fantasma ya podía descansar en paz y mi amigo Jeremy supongo que también.

sábado, 21 de abril de 2012

LA NOCHE DEL ACERTIJO (1ª parte)




            Me encontraba alojado en el Hotel Hydropolis, el primer hotel submarino dotado de toda clase de lujos; y no por placer precisamente, pues los accionistas habían decidido contar con mi experiencia como biólogo marino.  La primavera en Dubái se presentaba bastante calurosa, la afluencia de clientes obligó a ocupar todas las habitaciones, incluida la 220, la “habitación maldita”, como solían llamarla todos. La primera y única vez que fue ocupada se encontró al huésped tendido en la cama, sin vida. El forense diagnosticó, como causa probable de la muerte, el miedo. Desde entonces se venía especulando con la idea de que la habitación estaba encantada, y que espíritus del más allá poseían a todo el que la habitaba. Algo difícil de creer para un hombre de ciencias como yo. El afortunado en ocuparla, por la módica cantidad de quince mil euros diarios, fue sir Jeremy Brown, un caballero inglés, alto, enjuto, de rostro inexpresivo y modales exquisitos.  Habíamos llegado a la par, pues por cuestiones que no interesan a nadie, excepto a mí, salí del hotel; lo vi en la entrada, todavía en tierra firme, esperando coger el tren que nos llevaría por un túnel hasta la recepción. Allí lo esperaban, el botones se encargó del equipaje y la recepcionista le entregó un sobre que contenía todas las claves para acceder a los servicios que prestaban, podía elegir entre introducir los códigos o decirlos de viva voz directamente.
A las seis en punto introdujo un código de voz para desbloquear la puerta de acceso a la habitación y poder franquear la entrada. Yo ocupaba la habitación 218, cuya puerta quedaba justo enfrente.
            A las siete en punto salió de la habitación para cenar en el restaurante. Estaba embelesado con las vistas que ofrecían los enormes ventanales situados en los pasillos, 260 hectáreas dedicadas al mundo submarino con especies únicas de colores inimaginables. Después de una copiosa cena se dirigió de nuevo a su habitación. Una de mis aficiones era fijarme en las personas y adivinar cómo eran por su lenguaje corporal. De sir Jeremy deduje que era un tipo ecuánime, introvertido y maniático.
            A estas alturas te preguntarás porqué estaba tan pendiente de este hombre, pues por la sencilla razón de que ocupaba la “habitación maldita”  y, aunque me consideraba un escéptico para estos temas, no podía evitar que la curiosidad o el morbo, llámalo como quieras, poseyeran mi razón en contadas ocasiones. Fue por esto que lo vigilé desde su llegada. Esperaba impaciente el desarrollo de los acontecimientos.
            A las diez  y veinticinco minutos salió otra vez de la habitación, algo había sucedido allí dentro, sir Jeremy estaba pálido, el nudo de su corbata torcido, no caminaba en línea recta y pasó sin echar un vistazo al espectáculo marino que se le ofrecía. Lo seguí hasta el bar, pidió un whisky que tomó de un solo trago, a una señal, el camarero volvió a servirle otro. Tal vez pensaba ahogar en el alcohol lo sucedido. Lo abordé sin pensarlo, pero es que suelo ser bastante directo.
―¿Se encuentra usted bien? ―solícito me acomodé a su lado.
―¿Cree usted en el más allá, en la vida después de la muerte? ―por lo visto él era más directo que yo, me sorprendió tanto la pregunta que no supe qué contestar ―. Creo que la muerte puede marcar el descanso de las almas ―continuó hablando mientras miraba al frente,  a un punto inexistente ―. Una de estas pobres almas me ha pedido que la libere.
―¿Aceptó hacerlo? ―la curiosidad me estaba matando, tenía tantísimas preguntas que hacer, que no hubiera bastado toda una noche para formularlas y obtener respuestas.
―¿Realmente tenía elección? ―Tras un incómodo silencio en el que apuró su copa y volvió a pedir otra que empezó a beber con la misma avidez, me miró fijamente a los ojos ―. ¿Me ayudaría usted?
―Por supuesto ―No tuve que pensarlo, estaba ansioso por ayudar tanto a un hombre que había vivido una experiencia paranormal, como a un hombre que podía estar al borde de la locura.
            Con una escueta explicación de los hechos, en los que una especie de ectoplasma le había hablado, me puso al corriente. El cuerpo del fantasma estaba escondido en la habitación 220, era una mujer joven a la que su esposo dio muerte, quería venganza y que su historia saliera a la luz. Pero se nos planteaban dos problemas,  por una parte debíamos resolver un acertijo; y por otra, sólo teníamos hasta el alba, sir Jeremy perdería la vida en caso de que no se resolviera, era el precio que tenía que pagar por haber alterado el descanso de los muertos. El reloj marcaba las dos y cuarto de la madrugada, contábamos con escasamente cuatro horas hasta que amaneciera y dos frases que una voz de ultratumba dejó flotando en la habitación: “Pasó hace un año” y “Fíjate en la luz”.

jueves, 12 de abril de 2012

CUESTIÓN DE SEXO


Allí tenía a Gloria, desnuda y dispuesta para él. Pero Martín amaba a Rita, la mujer por la que había abandonado los votos que un día hiciera a Dios. Su relación con Rita iba cada vez mejor, no sólo la amaba, la adoraba. Había llegado el momento de dar un paso más, de culminar sus sentimientos tanto con sus almas como con sus cuerpos. La presión era enorme, no había estado nunca con una mujer y Rita tenía bastante experiencia, una mujer tan bella, con ese cuerpo de curvas perfectas, esos labios dulces, esos ojos rasgados… No le importaba cuantos hombres pudieron disfrutarla, pero sí ser el último que lo hiciera. Gloria le ayudaría, no le pesaba haber gastado parte de sus ahorros en ella.
Tumbada en la cama lo esperaba Gloria. Después de haber visionado varias películas eróticas, desechó las porno por herir su arraigada sensibilidad, decidió poner en práctica lo que había aprendido. Untó con nata la comisura de los labios de Gloria y pasó la punta de la lengua con cuidado, mientras que con las yemas de los dedos le acariciaba el cuello, los hombros y los brazos hasta llegar a las manos. Ella permanecía quieta, dejándose hacer. Los preliminares tenían que ser perfectos, no quería perderse ni un centímetro de su piel, la recorrería toda, el sólo hecho de pensar hacerle eso a Rita le provocó una erección. Trazó un camino de besos húmedos, desde el cuello hasta los pechos, dibujando la redondez de su volumen con la lengua. Se detuvo bastante tiempo en los pezones, primero succionó uno y después el otro, mientras que sus manos recorrían la longitud de sus piernas. Bajó muy despacio por la planicie de su vientre hasta llegar al centro de su femineidad, lamiendo una y otra vez, preparándola para recibirlo. La penetró lenta y profundamente. Emprendió un ritmo acorde a sus necesidades, tenía que aguantar, hacer que ella se sintiera satisfecha. Minutos después no pudo más, el clímax llegó, temblando dejó caer su peso sobre Gloria. La miró agradecido, era la primera vez que la usaba y la experiencia había sido muy satisfactoria. Cogió las toallitas húmedas que guardaba en la mesita de noche y la limpió con mucho cuidado. Después, abrió una de las puertas del armario y la metió dentro, presionando para que no saliera, no quería desinflarla, no todavía, y menos después de lo que habían compartido.


jueves, 5 de abril de 2012

MIENTRAS TE ESPERO




En brazos de la oscuridad te espero, mis ojos pasean por la habitación mirando sin ver. Ahora no consigo despejar la mente, la noto saturada y vacía, te necesito tanto… Apoyada en el cabecero de la cama sigo esperándote, el ordenador en mis piernas cruzadas y la tenue luz que desprende la pantalla crean el ambiente propicio para tu llegada. Te fundirás conmigo y seremos uno. Alimentando mis fantasías creceremos. Con pasos silenciosos te acercas, por fin estás aquí. Unas veces te demoras más que otras pero lo importante es que nunca me abandonas. Así llega hoy mi inspiración.


jueves, 22 de marzo de 2012

EL VIAJE



            Subí al autobús el primero. Desde mi posición pude observar como diferentes personas iban ocupando sus respectivos asientos. No éramos muchos, quince en total. El lugar al que nos dirigíamos estaba poco habitado, un pueblo perdido entre montañas que no aparecía en la mayoría de los mapas. Recordaba haber realizado el mismo viaje varias veces al año en la misma línea y a la misma hora.
            Observé con detenimiento al conductor, unas gotas de sudor recorrían su frente a pesar de estar el aire acondicionado puesto. Me fijé en una pareja de ancianos que no paraban de discutir. Una madre debía contar una historia muy interesante a su hija porque la niña la miraba embelesada. Tres jóvenes discutían acaloradamente de fútbol mientras que las tres chicas que los acompañaban hablaban entre ellas amistosamente. Un matrimonio de mediana edad, sentados en primera fila, intentaba charlar con el conductor en tanto arrancaba el vehículo. Y ella. Siempre ella. Allí sentada. Con la cabeza vuelta a la ventanilla y la mirada perdida en el horizonte.
            El viaje transcurrió tranquilo y lento. Sólo faltaban unos kilómetros para llegar a nuestro destino, siempre y cuando cruzáramos con éxito un tramo peligroso al que llamaban “la cañada de la muerte”. Muchas personas habían fallecido allí, de ahí su nombre. Estábamos justo atravesándolo cuando un grito desgarrador salió de la garganta del conductor: “¡Otra vez no! Fue cuando ella se levantó y me tomó de la mano diciendo: “Vamos mi amor, ya hemos visto esto demasiadas veces“. No sé donde me encontraba, en el autobús no, éste yacía despeñado con trece pasajeros muertos, los únicos que adquirieron sus billetes.

miércoles, 14 de marzo de 2012

EL EQUÍVOCO CONCEPTO DE NORMALIDAD



No finalicé mi relación con Marcelino porque dejara de amarlo. Ni por su escatológica profesión, trabaja en una funeraria. Lo hice porque dejé de considerarlo normal cuando me propuso realizar una de sus fantasías sexuales. Hacía poco la empresa había adquirido un nuevo coche fúnebre y a él no se le ocurrió otra cosa que proponerme “estrenarlo”. Tan pesado se puso que en un arranque le dije: “Ahí te quedas”; de esto hace un año ya.
Después de estar con un chico que no pasaba desapercibido, que no llegaba al metro noventa porque le faltaban tres centímetros, que no lo elegían rostro del año porque no era famoso y que no necesitaba ir al gimnasio porque su tipo era envidiable, lo tenía complicado para encontrar a alguien que estuviera a la altura de mis expectativas. Inmersa en esta particular búsqueda apareció Abel, la antítesis de Marcelino, pero el contraste de carácter: tan dulce, tan atento y tan normalito, abrió un dique en mis sentimientos. Tras varias citas había llegado el momento de culminar nuestro affaire.
Me invitó a su casa con la excusa de preparar la cena. Elegí cuidadosamente mi indumentaria, sobre todo la lencería. Con ayuda del GPS llegué a una urbanización en las afueras. La ausencia de farolas me obligó a sacar una pequeña linterna abandonada en la guantera. Busqué el número trece, pulsé el timbre y esperé dando pequeños saltitos, en uno de ellos mi única iluminación salió disparada. Al agacharme para cogerla se abrió la puerta, encontré los intensos ojos verdes de un gato negro a la altura de los míos. Me incorporé tan rápido y con tan mala suerte que impacté contra Abel.
―¡Ay! ―se frotaba la frente.
―Lo siento, fui a recoger la linterna y el gato me asustó, y… Déjame ver ―solícita lo acerqué a la luz para ver si estaba herido.―No tienes nada pero si quieres ponemos hielo para que no se hinche.
―No te preocupes, exageré un poquito porque me gusta que me cuides.
Sonreí. Él se acercó, tomó mi rostro entre sus manos y me besó dulcemente pero enseguida nos encendimos. El beso se hizo más profundo, las manos empezaron a recorrer los cuerpos y la pasión desbordó nuestra serenidad. Le quité la camisa y lo empujé contra la pared mientras él desabrochaba mi blusa.
―Aquí no, vámonos a la cama ―me susurró al oído mientras dibujaba mi oreja con su lengua.
Sin despegarnos recorrimos un largo pasillo hasta llegar al dormitorio. Nos dejamos caer en la cama en una oscuridad total. Abel, a tientas, sacó un mechero y encendió dos velas. Fue cuando lo vi, un enorme crucifijo negro colgaba de la pared, justo encima del cabecero de la cama, con dos largas cadenas colgando.
―¿Y eso? ¿Atas a tus amantes al cabecero? ―bromeé.
―Alguna me lo ha pedido, pero no. Podría caerse la cruz.
Recordé el cuadro del dormitorio de Marcelino: “El sueño de la esposa del pescador”, donde una mujer desnuda era excitada por un pulpo. Lo raro que me pareció en su día y ahora el crucifijo superaba esa sensación.
De pronto me fijé en un enorme ángel, casi a tamaño real, que nos miraba desde la pared de enfrente, con sus enormes alas desplegadas y muy bien dotado, no podía dejar de mirar sus atributos. Todo esto mientras Abel se deshacía de la ropa.
―¿Eres muy religioso, no? ―Intenté conocerlo mejor antes de precipitarme a una relación más íntima.
―Sí, pero no te preocupes, no creo que sea pecado lo que estamos haciendo ―susurró.
El contraste de luces y sombras no me dejaba observar todos los adornos de la habitación. Un cuadro me llamó la atención, enfoqué todo lo que pude y vi enmarcados dos pequeños trajecitos. Parecían de época, de ambos sexos.
―¡Qué original! ―exclamé ya un poco agobiada―. ¿Los has puesto ahí porque le quedan pequeños al ángel? ―mientras preguntaba señalaba la enorme figura.
―No, los tengo de recuerdo. Eran para mí.
―¿Para ti? Te lo pusieron de pequeñito.
―No, tuve suerte, estaban diseñados para los bebés que nacían muertos, les ponían esos trajes y les sacaban fotos.
Por primera vez comprendí lo que significaba que algo te diera malas vibraciones. Hay momentos y situaciones en las que es mejor no preguntar y no saber. La tenue iluminación no me permitía ver nada más, hecho que agradecí profundamente. Con la libido por los suelos salí de allí como pude. Recordé a Marcelino, tal vez lo del coche fúnebre no fuera tan raro.

miércoles, 29 de febrero de 2012

NO VIMOS AMANECER



Me enamoré de Adrián, un hombre que no poseía la virtud de sufrir las adversidades sin quejarse, tampoco la fe o esperanza que se tiene en una persona. Para contrarrestar la balanza, la paciencia y la confianza eran mi fuerte. Eleonora es mi nombre, Eli como me llaman todos y que pronunciado por él suena distinto. Después de un año de continuas disputas por nimiedades, tales como porqué me arreglaba tanto para ir a la compra, o porqué me maquillaba para ir al trabajo, o si éste o aquél me había mirado más o menos,  mi manantial de paciencia atravesaba una merecida sequía. Fue una discusión más, ni mejor o peor que las otras, pero cuando me harté de escuchar sus acusaciones, sus reproches y sus razonamientos absurdos grité: ¡Vete! Sólo eso, varias veces, para convencerlo a él y convencerme a mí misma. Creo que lo convencí a él antes, ya que tal arranque no era inherente a mi naturaleza. Dos días después recibí una carta de despedida en la que me explicaba que las palabras: te quiero y para siempre perdían todo su significado y que terminaba así:
“…el tren de los sueños ya partió y ninguno de los dos quiso cogerlo. Ya no hay reproches, pero tampoco noches de amor. El partido se suspendió por el mal tiempo, aunque me llevo como recuerdo el mejor partido de mi vida. Te deseo lo mejor y ojalá encuentres la felicidad y el equilibrio que yo no supe darte. Por favor, dile a mi Eli, si algún día te encuentras con ella, que nunca la olvidaré. “
Después de un año y cinco meses de relación su ausencia se me hacía insoportable, mi mundo no era el mismo, empezando por mi casa, antes ordenada y ahora dispuesta de cualquier manera, y terminando por mí, que me daba igual como vestirme o si llevaba maquillaje o no. A veces marcaba su número, sin mostrar el mío por supuesto, sólo para escuchar: ¿Diga? Otras veces mandaba un mensaje del tipo: “Te quiero, te necesito y te echo mucho de menos. En este momento lo único que me apetece es oír tu voz diciéndome que me quieres, que me amas, que me deseas… Pero lo único que haríamos sería discutir y ya estoy harta, por eso sé que no podemos estar juntos. Mandar este mensaje calma la ansiedad que siento y que se irá mitigando con el tiempo”.
Un mes después seguía amándolo pero había conseguido superar mi necesidad de saber de él. Ya no me alteraba cada vez que sonaba el teléfono, esperando inútilmente una llamada suya. De pronto, una noche llamó; su voz sonaba tranquila, dulce, melancólica…
―¿Cómo estás? Soy yo, Adrián.
―Bien, bien… ―repetí varias veces balbuceando ―. ¿Y tú?
―Te echo de menos, no he dejado de pensar en ti ni un solo momento. Me gustaría hablar contigo ahora, en casa, los dos, tranquilamente. ¿Voy?
―Ven ―fue lo único que podía decir, que me apetecía decir.
Con la velocidad de un rayo dejé la casa como a él le gustaba; recogida; limpia; encendí dos velas perfumadas con olor a canela, quería que todo le recordara a lo que habíamos vivido juntos. Fui rápidamente al baño para maquillarme un poco, sólo los ojos y las pestañas y un poco de brillo en los labios,  no quería que, después de tanto tiempo, me encontrara de cualquier manera, pero era tarde y tenía el pijama puesto, pensé ponerme algo como unos vaqueros y una blusa pero el timbre sonó y lo último que deseaba era hacerlo esperar.
Abrir la puerta fue un impacto para ambos, no hubo palabras, no eran necesarias en ese momento. Me tomó en sus brazos con ese ademán posesivo que tanto me gustaba, y acercó sus labios a los míos para besarme apasionada y posesivamente, como nadie me había besado nunca, como si con un solo beso se pudieran fundir nuestras almas. Nos perdimos en nuestros sentimientos. Sus manos ansiosas buscaban mi cuerpo, y las mías recorrían el suyo como a él le gustaba que lo hicieran, despacito, marcando el sendero para elevar su deseo. Todo lo que no fuera nuestra piel desnuda era un estorbo, parecíamos animales quitándonos la ropa. Su palpable excitación mitigó la mía, bailando al compás que sólo saben bailar los amantes. Volvimos a emular las primeras veces que hicimos el amor, amaneciendo agotados después de una noche intensa en la que nuestros cuerpos exhaustos habían competido para ver quien aguantaba más, era un juego, el rol sexual que nos distinguía de las demás parejas.
―Cariño te quiero ―me confesó mientras reposaba desnuda en sus brazos.
―Y yo a ti, mi vida ― no pude evitar responder.
―Eli, tengo que confesarte algo.
―Dime.
―En este tiempo que hemos estado separados tuve una relación con otra mujer.
No sabía que decir, esperé en silencio que continuara.
―Intenté olvidarte pero no pude, fue algo sin importancia, no la quería, ni siquiera me gustaba en la cama, no era como tú.
Me sentí utilizada, había usado mi cuerpo para limpiar el rastro de la otra. Razonó una y otra vez que no estábamos juntos, más que convencerme él tuve que convencerme a mí misma que todo era como Adrián lo contaba. Con el tiempo intentó tapar esa fisura con toda clase de mimos, el principio del fin de nuestra época dorada. Conocía mis gustos, me sorprendió llevándome al cine para ver Luna Nueva, recuerdo que a ver Crepúsculo tuve menos que arrastrarlo, pero nos llamó la atención la historia de amor de los protagonistas, éramos Edward y Bella, no podíamos estar separados uno del otro.
Un compañero nuevo de trabajo me invitó un día a tomar café, rechacé la oferta, por supuesto, pero al llegar a casa se lo comenté a Adrián como una anécdota divertida de mi jornada laboral. No imaginé que se pondría hecho un basilisco, tuvimos una fuerte discusión en la que me acusaba de haber incitado al pobre chico, fue la primera de una serie de disputas interminables. A raíz de aquello mi confianza se deterioró, no había fallado nunca, ni con mis sentimientos, ni con mi cuerpo, pero él sí y encima se podía permitir el lujo de acusarme. Descuidé mi aspecto, mis sentimientos cada vez más acotados lo rechazaban, para cuando estrenaron Eclipse, ya no éramos la pareja apasionada que vivía un amor de película. El hecho fortuito de tener el coche encerrado desató su mal carácter, durante una hora intenté calmarlo, hasta que sus improperios se dirigieron a mí, salí del coche sin mirar atrás. Un año después ya no era la misma, un anuncio de Amanecer me hizo recordarlo, en unos meses ya no estaría en cartelera. Fue un día cualquiera cuando nos encontramos,  nos saludamos con cortesía, un simple hola por parte de ambos, y un estamos bien.
―¿Crees que ha pasado el tiempo suficiente como para que lo nuestro se pueda arreglar? ―me preguntó a bocajarro.
Sólo pude responderle: “No vimos Amanecer”; y él lo entendió perfectamente.

domingo, 5 de febrero de 2012

VIDA DE UN OBJETO

No tengo nombre, se me conoce por el modelo Canon Eos 250 y cuando me fabricaron era una de las mejores cámaras fotográficas del mercado.
Un día cualquiera, un chico joven me compró, congeniamos al instante, me trataba como un tesoro y hasta tuvo la paciencia de leer el complicado manual que me acompañaba.
Mi gran estreno llegó con motivo de la exposición de 1992 en Sevilla, ¡qué meses más ajetreados! Pero me gustaba ese ritmo y sobre todo ver las miradas de envidia que nos lanzaban los que se cruzaban con nosotros.
Con el tiempo me encargué de inmortalizar vacaciones, reuniones familiares, fiestas con los amigos… Y yo mostrando orgullosa mi objetivo.
El chico joven dejó de serlo, se casó y como siempre yo fui testigo de sus momentos más importantes. Las primeras Navidades de la nueva familia me llevé la sorpresa más grata de mi vida, abrieron un regalo y ahí estaba él, fue amor a primera vista, sus largas patas, su fuerte soporte, su agilidad para girar… Era el trípode más atractivo que había visto nunca y durante mucho tiempo formamos una buena pareja. Después llegó el tan esperado bebé y allí estábamos mi amado y yo preparados para inmortalizarlo, pero también llegó ella, más nueva, más moderna y con unas cualidades que yo no poseía, grababa y reproducía sin parar, y aunque no podía desplazarme del todo pasé a un segundo plano. No estaba preparada para algo tan cruel como el hecho de tener que compartir a mi trípode, tuve que asimilarlo, era eso o nada. Mi tiempo de esplendor estaba llegando a su fin, me encontraba ante el ocaso de mi existencia.
Igual que había llegado yo, un día cualquiera llegó ella, tan pequeña, tan ligera, tan estética, tan digital. Recuerdo el momento en que metieron mi cuerpo en una caja y me subieron al estante más alto del armario, me dormí recitando aquellos versos: “Del salón en el ángulo oscuro, de su dueño tal vez olvidada…”

lunes, 23 de enero de 2012

UNIVERSO INCIERTO

Al sonido del timbre las puertas se abren de par en par dándome la bienvenida. Antes de entrar admiro el majestuoso edificio, una vez más se alza ante mí con sus cuatro plantas, sus grandes ventanas enrejadas, sus largos pasillos, su infinidad de habitaciones… No entro solo, una pareja de policías me siguen. Seguramente escoltan a algún pobre diablo invitado a pasar una buena temporada.
            Como ya conozco el camino voy directo a mi lugar de trabajo.
―Hola Jorge, ¿otra vez de vuelta? ―Me saludan todos durante el trayecto.
―Pues sí, ya se han terminado mis vacaciones ―respondo invariablemente.
            Los policías me siguen. ¡Lo que faltaba! Acabo de llegar y ya me van a endosar al nuevo fichaje. Debo reconocer que no tengo muchas ganas de empezar con mis labores cotidianas, hecho que se reafirma al encontrarme cara a cara con el jefe y con su inseparable perro fiel, Alfonso. No sé quién impone más, si el jefe con su cara de circunstancia o Alfonso con sus dos metros de estatura, su cuerpo hinchado por los músculos, su cara seria y su mirada penetrante.
―Hola Jorge ―saludan los dos a la vez.
―Hola Jefe, aquí estoy otra vez ―respondo resignado.
―Bueno pues ya sabes lo que hay, ponte cómodo y dentro de un ratito hablamos ―y sin esperar respuesta se aleja por el pasillo con su guardaespaldas.
            Esas charlas con mi jefe son ineludibles, creo que la tiene tomada conmigo porque mis compañeros no corren la misma suerte.
            Obedeciendo, como es mi deber, me instalo en la nueva oficina designada; es igual que las anteriores, muy cómoda por cierto, aunque no sé quién será esta vez mi compañero, porque la oficina es para dos.
            Me cambio de ropa y voy a preguntar al supervisor por mis funciones. Como siempre, me mira de arriba abajo, pone cara de haber chupado un limón amargo y dice: “Haz lo que te dé la gana pero no molestes ni alborotes”. Yo, como es natural, me vuelvo para ver a quién ha dicho eso. Detrás de mí, tres o cuatro internos están intentando acercarse, me planto delante y con voz autoritaria les digo:
―¡Venga! Cada uno a su habitación que en seguida os llevo las medicinas.
Observo como pasan de mí, allá ellos, para lo que me pagan no me voy a jugar el tipo. Veo que Alfonso se aproxima. Viene a buscarme. Ya está el jefe en el despacho, preparado para soltarme la misma retahíla de siempre, pero cualquiera le dice que no al musculitos. Le sigo sin rechistar, o más bien me sigue él a mí, ya que tiene la maldita costumbre de colocarse detrás de todo el mundo mientras te toma del brazo, conduciéndote como si desconocieras el camino.
            La puerta está abierta. Sin apenas mirarme, con un gesto de la mano, me señala una silla, supongo que es para que me siente. A lo lejos escucho una voz como venida de ultratumba que se dirige a mí, digo a todo que sí. ¿Para qué me voy a complicar la vida? De nuevo, escoltado por Alfonso, regreso a mi destino.
―Ten cuidado porque esta vez voy a estar vigilándote muy de cerca, me convertiré en tu sombra ―y se va esbozando lo que parece una sonrisa.
            Me encierro en mi oficina. Creo que ya tengo bastante por hoy, necesito descansar, tanto trabajo me va a producir estrés. Tumbado en la cama puedo pensar mejor, necesito evadirme, creo que a eso me ayudan las pastillas que me pasan mis compañeros bajo cuerda.
            De pronto un ruido a mi lado me devuelve a la realidad, no sé si estoy soñando, pero vaya muñeca que me han colocado de compañera. Está buenísima, corpulenta pero proporcionada, un poco alta para mi estatura, pero en posición horizontal no se aprecia. Algo le tengo que decir, estoy bastante nervioso, pero me lanzo.
―Hola, me llamo Jorge, ya era hora de que mejoraran el personal y le dieran un aliciente al trabajo ―me dirijo a ella mientras la desnudo con la mirada, con tanto énfasis que por la comisura de la boca me cae un hilillo de baba.
―Hola ¿cómo lo llevas? –una voz ronca resuena en la habitación acompañada de gestos ausentes de feminidad, pero, aun así, yo le sigo viendo un puntillo que me  gusta.
―Bueno, dime ¿qué te parece la oficina?
―No está mal ―sentencia echando un vistazo al entorno ―. Pero no pienso quedarme mucho tiempo. ¿Te apuntas?
―Yo te sigo al fin del mundo si hace falta ―respondo ilusionado.
―Esta noche. Ya te avisaré.
            Tengo la ligera impresión que no es la primera vez que vivo esta situación y me temo que no será la última. A veces tengo noción de la realidad pero la aparto porque no me gusta, prefiero vivir en mi universo incierto.

jueves, 19 de enero de 2012

TRES DÍAS (Publicado en "Revista Almiar")

Día 1
Como cada día, Román vuelve a casa después de un agradable paseo bajo la luz de un sol primaveral. Vive en un núcleo residencial y está bien atendido. En su rostro, surcado de arrugas, destacan la alegría de sus observadores ojos, junto con la sempiterna sonrisa en los labios.
Cuando se dispone a introducir la llave en la cerradura de la puerta, una visión lo distrae. Ahí está, con su larga y ondulada melena rubia, sus grandes ojos azules, sus blancas piernas apenas cubiertas por el vestidito estampado que lleva puesto… y su boquita de labios sonrosados en los que se adivina una hermosa sonrisa. Hace tanto tiempo que Román no ve a un ser tan angelical y tan puro… No puede apartar la vista de ella. Necesita estar a su lado. Necesita oír su voz. Necesita… Procede como antaño, mira a un lado y a otro para cerciorarse que no está al cuidado de ningún adulto, y cuando acercarse no supone un riesgo, lo hace lentamente.
―Hola bonita, ¿cómo te llamas?
No hay respuesta por su parte, se limita a mirarlo con expresión indescifrable.
―¿Estás solita? ¿Y tus padres?
Sigue mirándolo a la vez que levanta la mano y se la entrega. Sin pensarlo dos veces, Román la lleva hasta su casa. Una vez dentro, cierra la puerta suavemente.


Día 2
            Como cada día, Román vuelve a casa después de su habitual paseo. El cielo está poblado de nubes grises que presagian lluvia. Vive en un núcleo residencial a las afueras, donde la atención es escasa. En su rostro, surcado de arrugas, destacan la tristeza de sus ojos junto con la fina línea de sus labios, apretados en una mueca impersonal.
      Cuando se dispone a introducir la llave en la cerradura de la puerta, aparece ella, con sus cabellos despeinados, su largo vestido gris y un surco violáceo alrededor de los ojos, oscureciendo la expresión del rostro. Necesita alejarse. Necesita que desaparezca. Necesita… Mira a un lado y a otro, buscando a alguien que pueda socorrerlo.
―Me has hecho ver la realidad, estoy arrepentido ―expresa con voz lastimera.
No hay respuesta por su parte, se limita a mirarlo con cínica expresión.
―No puedo pasar otra vez por lo de ayer ―suplica encarecidamente.
Sigue mirándolo, lo toma de la mano y entran juntos. Ahora es ella quien cierra suavemente la puerta, no tiene prisa.


Día 3
            Como cada día, Román vuelve a casa después de un obligado paseo para matar el tiempo. Es un temerario, la tormenta arrecia y los truenos producen un ruido ensordecedor. Vive en un núcleo residencial que conoció mejores tiempos y al que ya nadie atiende. En su rostro, surcado de arrugas, destacan los apagados ojos y los labios curvados hacia abajo, como si nunca hubieran conocido una sonrisa.
Cuando se dispone a introducir la llave en la cerradura de la puerta, espera aterrado que ella aparezca pero, para respiro de su alma, no lo hace. Una vez dentro cierra apresuradamente y se dirige al dormitorio.
            Todo está en calma, una quietud perturbadora lo envuelve. Lo único que le queda es esperar. El cálculo del destino es perfecto porque esa tregua le obliga a repasar todos los pecados cometidos, esos que no se mencionan, los que nadie conoce, sólo su conciencia.
            No puede seguir así, pasea de un lado a otro con la cabeza entre las manos, intentando estrujar su cerebro para que no lo atormente. Mira constantemente a todos lados esperando verla aparecer. Y lo hace, con su delgada figura, su capa negra y la guadaña en la mano. No deja espacio, lo ocupa todo. Ahora es él quien no puede negarse a acompañarla.


sábado, 14 de enero de 2012

EL CAMAFEO



 
El conde de Monteolivos, Eduardo, se enamoró de Carmen, una joven humilde dotada de gran belleza. Carmen se había criado en el campo junto a sus padres y hermanos, todos campesinos que trabajaban en la finca del señor Conde; los padres de la joven, temiendo que éste la deshonrara, decidieron enviarla a la capital para que sirviera en la casa de unas señoritas. Una vez lejos de su familia, el conde la buscó y su asedio debilitó todas las defensas de Carmen que, perdidamente enamorada, se entregó a él. Después, Eduardo cumplió el compromiso de matrimonio pactado con una señorita de buena familia. Como regalo de despedida para su amante, Eduardo mandó fabricar un camafeo de oro y piedras preciosas, en su interior guardó una foto de ambos, así siempre estarían unidos dentro de la joya. Se lo puso alrededor del cuello y la hizo prometer que nunca se lo quitaría. Él se marchó sin saber que no sólo le había dejado el camafeo. Carmen tuvo una hija fruto de su relación con el conde. Al principio, gracias al dinero que Eduardo le dejara, vivían bien. Llegó la guerra civil y con ella muchas penas y calamidades. La pequeña Eduarda enfermó y Carmen tuvo que vender el camafeo a la señorita para la que trabajaba.
La señorita Dominga lucía en su cuello un camafeo precioso, pero había un problema, no podía abrirlo, por mucho que lo intentaba no lo conseguía. Con el tiempo dejó de importarle, era tan bonito que no necesitaba ver lo que protegía su interior. Pronto se convirtió en la señora de don Pablo, un hombre serio que trabajaba de administrador y gozaba de buena posición social. La señora Dominga disfrutó de toda clase de comodidades hasta que su esposo falleció. Para poder sobrevivir en la época de la postguerra tuvo que vender todas sus joyas, incluyendo el camafeo. Curiosamente, llegó a manos del hijo del joyero que lo había fabricado, ya que se dedicaba al mismo oficio que su padre. Al descubrir que era obra de su predecesor lo guardó con mucho cariño y decidió no deshacerse de él a pesar de que lo encontraba defectuoso, ya que no era capaz de abrirlo. Después de muchos años tuvo que cerrar su negocio y se lo vendió a un buen cliente con el que le unía una estrecha amistad.
Don Antonio regaló a su esposa el camafeo que tanto le había costado conseguir, Lola luciría en su cuello durante muchos años la preciosa joya. Nunca consiguió abrirlo y lo que había en su interior era el mayor de los misterios de la familia. Cuando Lola murió dejó en poder de su único hijo, Alberto, el valioso camafeo, le dijo que se lo entregara a la madre de sus hijos y de esta forma siempre pertenecería a la familia. Alberto conoció a Clara y se enamoraron, cuando tuvieron su primer hijo, que fue una niña a la que llamaron Carmen, Alberto le regaló el camafeo a la feliz mamá. A Clara le fascinó, nunca había visto una joya tan bonita, intentó abrirla pero no pudo. Pidió a su marido que se la pusiera y esperó ansiosa la visita de su madre, Eduarda, para mostrársela. Cuando ésta vio el camafeo empezó a llorar de alegría, había vuelto a su familia, era la joya que su padre le había regalado a su madre, Clara se lo entregó y Eduarda se lo llevó a la abuela Carmen, que sentada en una silla veía el tiempo pasar. Cuando Carmen tuvo el camafeo en sus manos suspiró, lo abrió cuidadosamente y se llevó la foto de su amado a los labios.

miércoles, 4 de enero de 2012

LA HAMBURGUESA QUE COLMÓ EL VASO







Por enésima vez Pepita sacó el tema a colación. José, leyendo el periódico sin levantar la vista, la dejaba monologar a gusto.
―Si van todos nuestros amigos, ¿por qué nosotros no? ―Iba de un lado para otro del salón limpiando un polvo inexistente y cambiando de sitio cualquier objeto que se le cruzaba.
Silencio. Pepita levantó una delicada figura de porcelana e hizo ademán de lanzarla contra José, pero bajó el brazo, la volvió a colocar en su sitio y emitió un estrepitoso resuello.
―¿Te acuerdas de Amador? ―Sin esperar respuesta continuó ―. Sí, ese al que todos llamábamos “viejo recoleto”. Pues no se pierde ni un viaje del Inserso. El “viejo saltimbanqui” lo llaman ahora.
Nada. José seguía inmerso en la lectura. Pepita caminó presurosa hacia donde se encontraba sentado su marido y como al descuido pasó por encima de sus pies.
―¡Ay! ―fue lo único que se escuchó.
―¿Te he pisado, cariño? No sabes cuánto lo siento. Si es lo que yo digo, necesitamos más actividad, que todavía no tenemos los setenta, aún somos jóvenes y podemos viajar, y conocer otras culturas, y relacionarnos… ―continuó un buen rato con sus razonamientos.
José la seguía con la mirada, era preferible verla venir, sus pies se lo agradecerían. De pronto notó que la mujer lo zamarreaba.
―Di algo, ¿no me has escuchado?
―Sí cariño, digo que vaya surmenage que debe sufrir tu lengua.
            Pepita elevó las cejas y abrió la boca pero, cosa inusual en ella, permaneció en silencio. José dejó el periódico sobre la mesa y se alejó por el pasillo levantando el brazo en señal de victoria y pensando: “Otras culturas… Otras culturas… Si no conoce ni la suya propia.”
Después de una cena exenta de grasas y con poca sal, Pepita volvió al ataque. Esperó que su marido se metiera en la cama. Buscó el camisón negro, corto, todo lleno de lacitos, que a José le parecía tan sexy, y sin quitarse la faja se embutió en él. Caminó con movimientos obscenos para llamar su atención. El hombre sostenía un libro entre las manos y, como de costumbre, sumergido en la vida de los personajes, no se percataba de lo que ocurría a su alrededor.  La mujer conectó la radio buscando una canción apropiada. Tuvo suerte, “you can leave your hat on” sonaba en ese momento, subió el volumen y José apartó el libro para mirarla. Con movimientos felinos se acercó a él y cuando menos se lo esperaba le saltó encima. No adivinó que los ochenta y cinco kilos de Pepita lo aplastarían. Con el rostro constreñido intentó apartarla, pero ella, al ver que sus brazos la tomaban por la cintura, se acomodó más al cuerpo del hombre paseando las manos por toda la anatomía masculina. José movía la cabeza de un lado a otro, cuando vio que no tenía remedio se dejó hacer con la esperanza de que aquello terminara lo antes posible.
A la mañana siguiente Pepita canturreaba por toda la casa. José la saludó con un escueto “buenos días” y se dedicó a sus quehaceres, que consistían en leer el periódico.
―Cariño ―interrumpió ella para no perder la costumbre ―, aquí tengo los papeles que tienes que firmar y con suerte nos vamos a Canarias, que me han dicho que es difícil que te toque a la primera.
Retiró un adorno de la mesa y le presentó a José la documentación que debía rellenar para apuntarse al Inserso. En un papel aparte garabateó con el bolígrafo para comprobar que pintaba correctamente. De un manotazo le quitó el periódico y le ajustó las gafas para que firmara.
El hombre intentó levantarse pero ella presionándole el hombro lo devolvió a su sitio.
―Anoche me prometiste que iríamos y vamos a ir.
―No recuerdo haber prometido nada ―se encogió de hombros José.
―Sí, sí, ahora no te eches atrás que la tenemos ―le espetó con los brazos en jarras.
―Bueno, voy a leer esto y después ya firmaré.
―De eso nada, firmas ahora, estaría bueno. He quedado con Matilde para entregarlos en la oficina.
―¡Que no quiero firmar nada! Vete tú si quieres, pero yo no me apunto a esos viajes que te llevan de un lado para otro sin parar, eso sin contar con que te dan unos madrugones para coger el autobús… Te pasas toda la noche en vela por temor a llegar tarde…
―Eso son tonterías tuyas, si no duermes una noche duermes la siguiente…
―¡He dicho que no voy y no voy! ―dijo elevando el tono de voz.
Se levantó y salió de la casa dejando a Pepita soltando todo tipo de maldiciones e improperios.
A la hora del almuerzo, sentado a la mesa, José esperaba que su esposa sirviera la comida. Abriendo los ojos como platos observó como esta le ponía delante una hamburguesa.
―¿Y esto?
―Es lo que hay, por una vez no te va a pasar nada.
―Tú lo que quieres es matarme para irte a eso de los viajes con tus amigas, que ahora no puedes porque tengo que firmar yo.
―No dices más tonterías porque no te entrenas. Si te lo quieres comer bien, y si no pues lo dejas ―le habló con el ceño fruncido y la boca en rictus descendente.
―Vale, me la como ―y masticaba mirando a Pepita por el rabillo del ojo.
La dentadura postiza no notó nada, pero la lengua encontró un sabor a plástico quemado y resbaladizo. Escupió y tosió un par de veces. Ella, solícita, se apresuró a levantarse para darle golpecitos en la espalda. José exageró abriendo y cerrando la boca, como si no pudiera respirar, y se tumbó en el suelo para realzar el dramatismo de la situación que culminó cuando cerró los ojos.
―¡Ay! Viejito, ¿qué te pasa? ¿Qué tienes? No me asustes ―gimoteaba mientras le daba palmadas en el rostro para reanimarlo.
José abría y cerraba los ojos jadeando y Pepita estaba cada vez más asustada.
―Háblame, dime algo, por favor no te mueras, no me dejes solita… Te prometo que te voy a cuidar y no vamos a salir de casa nada más que al kiosco de prensa… Pero no te mueras, no me dejes ―lloraba inclinando la cabeza en el pecho de José.
Considerando que ya había tenido bastante, se incorporó y la abrazó para consolarla.
―Ea... ¡Que ya estoy bien! Hija, Pepita, no llores, pero antes de echar la hamburguesa a la sartén quítale el plástico que casi me atraganto.
―Bueno ―lo miró con los ojos aún vidriosos―, ¿estás bien de verdad?
―Sí, ahora vamos a dejarnos de tonterías y a vivir tranquilitos, sin viajes ni pajaritos en la cabeza ―Abrazó a la mujer para sellar una tregua que esperaba tuviera larga vigencia.
La tregua le duró hasta el anochecer. Una Pepita solemne le entregó un comunicado que decía así:
“Te perdono por el susto que me has dado esta tarde, así que pelillos a la mar y a vivir que son dos días, en nuestro caso uno, que tenemos una edad… Mañana voy a salir por tres motivos: tengo que comprarme un diccionario, ir a la farmacia por Viagra y entregar la documentación para apuntarnos al Inserso. Ah, no te preocupes por discutir, he falsificado tu firma.
Te quiere, Pepita.”