miércoles, 29 de febrero de 2012

NO VIMOS AMANECER



Me enamoré de Adrián, un hombre que no poseía la virtud de sufrir las adversidades sin quejarse, tampoco la fe o esperanza que se tiene en una persona. Para contrarrestar la balanza, la paciencia y la confianza eran mi fuerte. Eleonora es mi nombre, Eli como me llaman todos y que pronunciado por él suena distinto. Después de un año de continuas disputas por nimiedades, tales como porqué me arreglaba tanto para ir a la compra, o porqué me maquillaba para ir al trabajo, o si éste o aquél me había mirado más o menos,  mi manantial de paciencia atravesaba una merecida sequía. Fue una discusión más, ni mejor o peor que las otras, pero cuando me harté de escuchar sus acusaciones, sus reproches y sus razonamientos absurdos grité: ¡Vete! Sólo eso, varias veces, para convencerlo a él y convencerme a mí misma. Creo que lo convencí a él antes, ya que tal arranque no era inherente a mi naturaleza. Dos días después recibí una carta de despedida en la que me explicaba que las palabras: te quiero y para siempre perdían todo su significado y que terminaba así:
“…el tren de los sueños ya partió y ninguno de los dos quiso cogerlo. Ya no hay reproches, pero tampoco noches de amor. El partido se suspendió por el mal tiempo, aunque me llevo como recuerdo el mejor partido de mi vida. Te deseo lo mejor y ojalá encuentres la felicidad y el equilibrio que yo no supe darte. Por favor, dile a mi Eli, si algún día te encuentras con ella, que nunca la olvidaré. “
Después de un año y cinco meses de relación su ausencia se me hacía insoportable, mi mundo no era el mismo, empezando por mi casa, antes ordenada y ahora dispuesta de cualquier manera, y terminando por mí, que me daba igual como vestirme o si llevaba maquillaje o no. A veces marcaba su número, sin mostrar el mío por supuesto, sólo para escuchar: ¿Diga? Otras veces mandaba un mensaje del tipo: “Te quiero, te necesito y te echo mucho de menos. En este momento lo único que me apetece es oír tu voz diciéndome que me quieres, que me amas, que me deseas… Pero lo único que haríamos sería discutir y ya estoy harta, por eso sé que no podemos estar juntos. Mandar este mensaje calma la ansiedad que siento y que se irá mitigando con el tiempo”.
Un mes después seguía amándolo pero había conseguido superar mi necesidad de saber de él. Ya no me alteraba cada vez que sonaba el teléfono, esperando inútilmente una llamada suya. De pronto, una noche llamó; su voz sonaba tranquila, dulce, melancólica…
―¿Cómo estás? Soy yo, Adrián.
―Bien, bien… ―repetí varias veces balbuceando ―. ¿Y tú?
―Te echo de menos, no he dejado de pensar en ti ni un solo momento. Me gustaría hablar contigo ahora, en casa, los dos, tranquilamente. ¿Voy?
―Ven ―fue lo único que podía decir, que me apetecía decir.
Con la velocidad de un rayo dejé la casa como a él le gustaba; recogida; limpia; encendí dos velas perfumadas con olor a canela, quería que todo le recordara a lo que habíamos vivido juntos. Fui rápidamente al baño para maquillarme un poco, sólo los ojos y las pestañas y un poco de brillo en los labios,  no quería que, después de tanto tiempo, me encontrara de cualquier manera, pero era tarde y tenía el pijama puesto, pensé ponerme algo como unos vaqueros y una blusa pero el timbre sonó y lo último que deseaba era hacerlo esperar.
Abrir la puerta fue un impacto para ambos, no hubo palabras, no eran necesarias en ese momento. Me tomó en sus brazos con ese ademán posesivo que tanto me gustaba, y acercó sus labios a los míos para besarme apasionada y posesivamente, como nadie me había besado nunca, como si con un solo beso se pudieran fundir nuestras almas. Nos perdimos en nuestros sentimientos. Sus manos ansiosas buscaban mi cuerpo, y las mías recorrían el suyo como a él le gustaba que lo hicieran, despacito, marcando el sendero para elevar su deseo. Todo lo que no fuera nuestra piel desnuda era un estorbo, parecíamos animales quitándonos la ropa. Su palpable excitación mitigó la mía, bailando al compás que sólo saben bailar los amantes. Volvimos a emular las primeras veces que hicimos el amor, amaneciendo agotados después de una noche intensa en la que nuestros cuerpos exhaustos habían competido para ver quien aguantaba más, era un juego, el rol sexual que nos distinguía de las demás parejas.
―Cariño te quiero ―me confesó mientras reposaba desnuda en sus brazos.
―Y yo a ti, mi vida ― no pude evitar responder.
―Eli, tengo que confesarte algo.
―Dime.
―En este tiempo que hemos estado separados tuve una relación con otra mujer.
No sabía que decir, esperé en silencio que continuara.
―Intenté olvidarte pero no pude, fue algo sin importancia, no la quería, ni siquiera me gustaba en la cama, no era como tú.
Me sentí utilizada, había usado mi cuerpo para limpiar el rastro de la otra. Razonó una y otra vez que no estábamos juntos, más que convencerme él tuve que convencerme a mí misma que todo era como Adrián lo contaba. Con el tiempo intentó tapar esa fisura con toda clase de mimos, el principio del fin de nuestra época dorada. Conocía mis gustos, me sorprendió llevándome al cine para ver Luna Nueva, recuerdo que a ver Crepúsculo tuve menos que arrastrarlo, pero nos llamó la atención la historia de amor de los protagonistas, éramos Edward y Bella, no podíamos estar separados uno del otro.
Un compañero nuevo de trabajo me invitó un día a tomar café, rechacé la oferta, por supuesto, pero al llegar a casa se lo comenté a Adrián como una anécdota divertida de mi jornada laboral. No imaginé que se pondría hecho un basilisco, tuvimos una fuerte discusión en la que me acusaba de haber incitado al pobre chico, fue la primera de una serie de disputas interminables. A raíz de aquello mi confianza se deterioró, no había fallado nunca, ni con mis sentimientos, ni con mi cuerpo, pero él sí y encima se podía permitir el lujo de acusarme. Descuidé mi aspecto, mis sentimientos cada vez más acotados lo rechazaban, para cuando estrenaron Eclipse, ya no éramos la pareja apasionada que vivía un amor de película. El hecho fortuito de tener el coche encerrado desató su mal carácter, durante una hora intenté calmarlo, hasta que sus improperios se dirigieron a mí, salí del coche sin mirar atrás. Un año después ya no era la misma, un anuncio de Amanecer me hizo recordarlo, en unos meses ya no estaría en cartelera. Fue un día cualquiera cuando nos encontramos,  nos saludamos con cortesía, un simple hola por parte de ambos, y un estamos bien.
―¿Crees que ha pasado el tiempo suficiente como para que lo nuestro se pueda arreglar? ―me preguntó a bocajarro.
Sólo pude responderle: “No vimos Amanecer”; y él lo entendió perfectamente.

domingo, 5 de febrero de 2012

VIDA DE UN OBJETO

No tengo nombre, se me conoce por el modelo Canon Eos 250 y cuando me fabricaron era una de las mejores cámaras fotográficas del mercado.
Un día cualquiera, un chico joven me compró, congeniamos al instante, me trataba como un tesoro y hasta tuvo la paciencia de leer el complicado manual que me acompañaba.
Mi gran estreno llegó con motivo de la exposición de 1992 en Sevilla, ¡qué meses más ajetreados! Pero me gustaba ese ritmo y sobre todo ver las miradas de envidia que nos lanzaban los que se cruzaban con nosotros.
Con el tiempo me encargué de inmortalizar vacaciones, reuniones familiares, fiestas con los amigos… Y yo mostrando orgullosa mi objetivo.
El chico joven dejó de serlo, se casó y como siempre yo fui testigo de sus momentos más importantes. Las primeras Navidades de la nueva familia me llevé la sorpresa más grata de mi vida, abrieron un regalo y ahí estaba él, fue amor a primera vista, sus largas patas, su fuerte soporte, su agilidad para girar… Era el trípode más atractivo que había visto nunca y durante mucho tiempo formamos una buena pareja. Después llegó el tan esperado bebé y allí estábamos mi amado y yo preparados para inmortalizarlo, pero también llegó ella, más nueva, más moderna y con unas cualidades que yo no poseía, grababa y reproducía sin parar, y aunque no podía desplazarme del todo pasé a un segundo plano. No estaba preparada para algo tan cruel como el hecho de tener que compartir a mi trípode, tuve que asimilarlo, era eso o nada. Mi tiempo de esplendor estaba llegando a su fin, me encontraba ante el ocaso de mi existencia.
Igual que había llegado yo, un día cualquiera llegó ella, tan pequeña, tan ligera, tan estética, tan digital. Recuerdo el momento en que metieron mi cuerpo en una caja y me subieron al estante más alto del armario, me dormí recitando aquellos versos: “Del salón en el ángulo oscuro, de su dueño tal vez olvidada…”