martes, 13 de noviembre de 2012

A RITMO DE TANGO



Desde el más discreto rincón observaba a los bailarines. El olor a polvo de talco, con el que habían espolvoreado la pista, llegaba lejano y agradable. La tenue iluminación propiciaba los rostros muy juntos y los torsos pegados, en un maravilloso juego de cintura y piernas, deslizándose las parejas en el sentido contrario a las agujas del reloj.
Entonces llegó él, seguro, ecuánime, con su habitual traje negro. Una hermosa joven le tendió la mano, él la acercó con un único movimiento a su cuerpo. Ocuparon el centro de la pista y todos, absolutamente todos, los ojos se posaron en ellos. La envidia se mezclaba con la admiración que sentía por la bailarina, me hubiera gustado ser yo la que girara entre sus brazos.
Después de las tres tandas de rigor, se despidieron con un único beso en la mejilla. Igual que un cazador seleccionando a su presa, el hombre buscaba una nueva pareja de baile. Su mirada se posó directamente en mí. Con cualquier otro la hubiera evitado, pero me tenía tan fascinada, tan embelesada, que no desvié mis ojos de los suyos. Agachó la cabeza en una muda petición que yo acepté. Se acercó lentamente, sin prisas, favoreciendo la tensión del encuentro. Me tomó de la mano para conducirme al centro de la pista, nunca antes había ocupado ese lugar, no me consideraba una bailarina muy ducha. Pero con él nada parecía imposible. En cuanto me tomó en sus brazos me perdí en la suavidad de su tacto y el aroma de su piel. Me llevaba como nunca lo había hecho nadie, incluso llegué a creer que sabía bailar, como cualquiera de las chicas que acudían a la milonga. No bailamos sólo tres tandas, el resto de la noche se rindió a nuestro encuentro; continuamos en horizontal, descubriendo y ensayando nuevos pasos que nos conducían a paraísos de placer…

No recordaba haber experimentado un sueño tan vívido. Despertó feliz, ilusionada. Lo primero que hizo fue rescatar de la papelera el folleto de la academia de baile. Al salir del trabajo se personó en la misma para formalizar su matrícula. El profesor de tango se acercó lentamente a ella, seguro, sin prisas, con camisa y pantalones negros, mostrando una irresistible sonrisa. “Una nueva alumna”, pensó él. “El hombre de mis sueños”, pensó ella.

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