miércoles, 4 de enero de 2012

LA HAMBURGUESA QUE COLMÓ EL VASO







Por enésima vez Pepita sacó el tema a colación. José, leyendo el periódico sin levantar la vista, la dejaba monologar a gusto.
―Si van todos nuestros amigos, ¿por qué nosotros no? ―Iba de un lado para otro del salón limpiando un polvo inexistente y cambiando de sitio cualquier objeto que se le cruzaba.
Silencio. Pepita levantó una delicada figura de porcelana e hizo ademán de lanzarla contra José, pero bajó el brazo, la volvió a colocar en su sitio y emitió un estrepitoso resuello.
―¿Te acuerdas de Amador? ―Sin esperar respuesta continuó ―. Sí, ese al que todos llamábamos “viejo recoleto”. Pues no se pierde ni un viaje del Inserso. El “viejo saltimbanqui” lo llaman ahora.
Nada. José seguía inmerso en la lectura. Pepita caminó presurosa hacia donde se encontraba sentado su marido y como al descuido pasó por encima de sus pies.
―¡Ay! ―fue lo único que se escuchó.
―¿Te he pisado, cariño? No sabes cuánto lo siento. Si es lo que yo digo, necesitamos más actividad, que todavía no tenemos los setenta, aún somos jóvenes y podemos viajar, y conocer otras culturas, y relacionarnos… ―continuó un buen rato con sus razonamientos.
José la seguía con la mirada, era preferible verla venir, sus pies se lo agradecerían. De pronto notó que la mujer lo zamarreaba.
―Di algo, ¿no me has escuchado?
―Sí cariño, digo que vaya surmenage que debe sufrir tu lengua.
            Pepita elevó las cejas y abrió la boca pero, cosa inusual en ella, permaneció en silencio. José dejó el periódico sobre la mesa y se alejó por el pasillo levantando el brazo en señal de victoria y pensando: “Otras culturas… Otras culturas… Si no conoce ni la suya propia.”
Después de una cena exenta de grasas y con poca sal, Pepita volvió al ataque. Esperó que su marido se metiera en la cama. Buscó el camisón negro, corto, todo lleno de lacitos, que a José le parecía tan sexy, y sin quitarse la faja se embutió en él. Caminó con movimientos obscenos para llamar su atención. El hombre sostenía un libro entre las manos y, como de costumbre, sumergido en la vida de los personajes, no se percataba de lo que ocurría a su alrededor.  La mujer conectó la radio buscando una canción apropiada. Tuvo suerte, “you can leave your hat on” sonaba en ese momento, subió el volumen y José apartó el libro para mirarla. Con movimientos felinos se acercó a él y cuando menos se lo esperaba le saltó encima. No adivinó que los ochenta y cinco kilos de Pepita lo aplastarían. Con el rostro constreñido intentó apartarla, pero ella, al ver que sus brazos la tomaban por la cintura, se acomodó más al cuerpo del hombre paseando las manos por toda la anatomía masculina. José movía la cabeza de un lado a otro, cuando vio que no tenía remedio se dejó hacer con la esperanza de que aquello terminara lo antes posible.
A la mañana siguiente Pepita canturreaba por toda la casa. José la saludó con un escueto “buenos días” y se dedicó a sus quehaceres, que consistían en leer el periódico.
―Cariño ―interrumpió ella para no perder la costumbre ―, aquí tengo los papeles que tienes que firmar y con suerte nos vamos a Canarias, que me han dicho que es difícil que te toque a la primera.
Retiró un adorno de la mesa y le presentó a José la documentación que debía rellenar para apuntarse al Inserso. En un papel aparte garabateó con el bolígrafo para comprobar que pintaba correctamente. De un manotazo le quitó el periódico y le ajustó las gafas para que firmara.
El hombre intentó levantarse pero ella presionándole el hombro lo devolvió a su sitio.
―Anoche me prometiste que iríamos y vamos a ir.
―No recuerdo haber prometido nada ―se encogió de hombros José.
―Sí, sí, ahora no te eches atrás que la tenemos ―le espetó con los brazos en jarras.
―Bueno, voy a leer esto y después ya firmaré.
―De eso nada, firmas ahora, estaría bueno. He quedado con Matilde para entregarlos en la oficina.
―¡Que no quiero firmar nada! Vete tú si quieres, pero yo no me apunto a esos viajes que te llevan de un lado para otro sin parar, eso sin contar con que te dan unos madrugones para coger el autobús… Te pasas toda la noche en vela por temor a llegar tarde…
―Eso son tonterías tuyas, si no duermes una noche duermes la siguiente…
―¡He dicho que no voy y no voy! ―dijo elevando el tono de voz.
Se levantó y salió de la casa dejando a Pepita soltando todo tipo de maldiciones e improperios.
A la hora del almuerzo, sentado a la mesa, José esperaba que su esposa sirviera la comida. Abriendo los ojos como platos observó como esta le ponía delante una hamburguesa.
―¿Y esto?
―Es lo que hay, por una vez no te va a pasar nada.
―Tú lo que quieres es matarme para irte a eso de los viajes con tus amigas, que ahora no puedes porque tengo que firmar yo.
―No dices más tonterías porque no te entrenas. Si te lo quieres comer bien, y si no pues lo dejas ―le habló con el ceño fruncido y la boca en rictus descendente.
―Vale, me la como ―y masticaba mirando a Pepita por el rabillo del ojo.
La dentadura postiza no notó nada, pero la lengua encontró un sabor a plástico quemado y resbaladizo. Escupió y tosió un par de veces. Ella, solícita, se apresuró a levantarse para darle golpecitos en la espalda. José exageró abriendo y cerrando la boca, como si no pudiera respirar, y se tumbó en el suelo para realzar el dramatismo de la situación que culminó cuando cerró los ojos.
―¡Ay! Viejito, ¿qué te pasa? ¿Qué tienes? No me asustes ―gimoteaba mientras le daba palmadas en el rostro para reanimarlo.
José abría y cerraba los ojos jadeando y Pepita estaba cada vez más asustada.
―Háblame, dime algo, por favor no te mueras, no me dejes solita… Te prometo que te voy a cuidar y no vamos a salir de casa nada más que al kiosco de prensa… Pero no te mueras, no me dejes ―lloraba inclinando la cabeza en el pecho de José.
Considerando que ya había tenido bastante, se incorporó y la abrazó para consolarla.
―Ea... ¡Que ya estoy bien! Hija, Pepita, no llores, pero antes de echar la hamburguesa a la sartén quítale el plástico que casi me atraganto.
―Bueno ―lo miró con los ojos aún vidriosos―, ¿estás bien de verdad?
―Sí, ahora vamos a dejarnos de tonterías y a vivir tranquilitos, sin viajes ni pajaritos en la cabeza ―Abrazó a la mujer para sellar una tregua que esperaba tuviera larga vigencia.
La tregua le duró hasta el anochecer. Una Pepita solemne le entregó un comunicado que decía así:
“Te perdono por el susto que me has dado esta tarde, así que pelillos a la mar y a vivir que son dos días, en nuestro caso uno, que tenemos una edad… Mañana voy a salir por tres motivos: tengo que comprarme un diccionario, ir a la farmacia por Viagra y entregar la documentación para apuntarnos al Inserso. Ah, no te preocupes por discutir, he falsificado tu firma.
Te quiere, Pepita.”

            

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