jueves, 22 de marzo de 2012

EL VIAJE



            Subí al autobús el primero. Desde mi posición pude observar como diferentes personas iban ocupando sus respectivos asientos. No éramos muchos, quince en total. El lugar al que nos dirigíamos estaba poco habitado, un pueblo perdido entre montañas que no aparecía en la mayoría de los mapas. Recordaba haber realizado el mismo viaje varias veces al año en la misma línea y a la misma hora.
            Observé con detenimiento al conductor, unas gotas de sudor recorrían su frente a pesar de estar el aire acondicionado puesto. Me fijé en una pareja de ancianos que no paraban de discutir. Una madre debía contar una historia muy interesante a su hija porque la niña la miraba embelesada. Tres jóvenes discutían acaloradamente de fútbol mientras que las tres chicas que los acompañaban hablaban entre ellas amistosamente. Un matrimonio de mediana edad, sentados en primera fila, intentaba charlar con el conductor en tanto arrancaba el vehículo. Y ella. Siempre ella. Allí sentada. Con la cabeza vuelta a la ventanilla y la mirada perdida en el horizonte.
            El viaje transcurrió tranquilo y lento. Sólo faltaban unos kilómetros para llegar a nuestro destino, siempre y cuando cruzáramos con éxito un tramo peligroso al que llamaban “la cañada de la muerte”. Muchas personas habían fallecido allí, de ahí su nombre. Estábamos justo atravesándolo cuando un grito desgarrador salió de la garganta del conductor: “¡Otra vez no! Fue cuando ella se levantó y me tomó de la mano diciendo: “Vamos mi amor, ya hemos visto esto demasiadas veces“. No sé donde me encontraba, en el autobús no, éste yacía despeñado con trece pasajeros muertos, los únicos que adquirieron sus billetes.

miércoles, 14 de marzo de 2012

EL EQUÍVOCO CONCEPTO DE NORMALIDAD



No finalicé mi relación con Marcelino porque dejara de amarlo. Ni por su escatológica profesión, trabaja en una funeraria. Lo hice porque dejé de considerarlo normal cuando me propuso realizar una de sus fantasías sexuales. Hacía poco la empresa había adquirido un nuevo coche fúnebre y a él no se le ocurrió otra cosa que proponerme “estrenarlo”. Tan pesado se puso que en un arranque le dije: “Ahí te quedas”; de esto hace un año ya.
Después de estar con un chico que no pasaba desapercibido, que no llegaba al metro noventa porque le faltaban tres centímetros, que no lo elegían rostro del año porque no era famoso y que no necesitaba ir al gimnasio porque su tipo era envidiable, lo tenía complicado para encontrar a alguien que estuviera a la altura de mis expectativas. Inmersa en esta particular búsqueda apareció Abel, la antítesis de Marcelino, pero el contraste de carácter: tan dulce, tan atento y tan normalito, abrió un dique en mis sentimientos. Tras varias citas había llegado el momento de culminar nuestro affaire.
Me invitó a su casa con la excusa de preparar la cena. Elegí cuidadosamente mi indumentaria, sobre todo la lencería. Con ayuda del GPS llegué a una urbanización en las afueras. La ausencia de farolas me obligó a sacar una pequeña linterna abandonada en la guantera. Busqué el número trece, pulsé el timbre y esperé dando pequeños saltitos, en uno de ellos mi única iluminación salió disparada. Al agacharme para cogerla se abrió la puerta, encontré los intensos ojos verdes de un gato negro a la altura de los míos. Me incorporé tan rápido y con tan mala suerte que impacté contra Abel.
―¡Ay! ―se frotaba la frente.
―Lo siento, fui a recoger la linterna y el gato me asustó, y… Déjame ver ―solícita lo acerqué a la luz para ver si estaba herido.―No tienes nada pero si quieres ponemos hielo para que no se hinche.
―No te preocupes, exageré un poquito porque me gusta que me cuides.
Sonreí. Él se acercó, tomó mi rostro entre sus manos y me besó dulcemente pero enseguida nos encendimos. El beso se hizo más profundo, las manos empezaron a recorrer los cuerpos y la pasión desbordó nuestra serenidad. Le quité la camisa y lo empujé contra la pared mientras él desabrochaba mi blusa.
―Aquí no, vámonos a la cama ―me susurró al oído mientras dibujaba mi oreja con su lengua.
Sin despegarnos recorrimos un largo pasillo hasta llegar al dormitorio. Nos dejamos caer en la cama en una oscuridad total. Abel, a tientas, sacó un mechero y encendió dos velas. Fue cuando lo vi, un enorme crucifijo negro colgaba de la pared, justo encima del cabecero de la cama, con dos largas cadenas colgando.
―¿Y eso? ¿Atas a tus amantes al cabecero? ―bromeé.
―Alguna me lo ha pedido, pero no. Podría caerse la cruz.
Recordé el cuadro del dormitorio de Marcelino: “El sueño de la esposa del pescador”, donde una mujer desnuda era excitada por un pulpo. Lo raro que me pareció en su día y ahora el crucifijo superaba esa sensación.
De pronto me fijé en un enorme ángel, casi a tamaño real, que nos miraba desde la pared de enfrente, con sus enormes alas desplegadas y muy bien dotado, no podía dejar de mirar sus atributos. Todo esto mientras Abel se deshacía de la ropa.
―¿Eres muy religioso, no? ―Intenté conocerlo mejor antes de precipitarme a una relación más íntima.
―Sí, pero no te preocupes, no creo que sea pecado lo que estamos haciendo ―susurró.
El contraste de luces y sombras no me dejaba observar todos los adornos de la habitación. Un cuadro me llamó la atención, enfoqué todo lo que pude y vi enmarcados dos pequeños trajecitos. Parecían de época, de ambos sexos.
―¡Qué original! ―exclamé ya un poco agobiada―. ¿Los has puesto ahí porque le quedan pequeños al ángel? ―mientras preguntaba señalaba la enorme figura.
―No, los tengo de recuerdo. Eran para mí.
―¿Para ti? Te lo pusieron de pequeñito.
―No, tuve suerte, estaban diseñados para los bebés que nacían muertos, les ponían esos trajes y les sacaban fotos.
Por primera vez comprendí lo que significaba que algo te diera malas vibraciones. Hay momentos y situaciones en las que es mejor no preguntar y no saber. La tenue iluminación no me permitía ver nada más, hecho que agradecí profundamente. Con la libido por los suelos salí de allí como pude. Recordé a Marcelino, tal vez lo del coche fúnebre no fuera tan raro.