lunes, 23 de enero de 2012

UNIVERSO INCIERTO

Al sonido del timbre las puertas se abren de par en par dándome la bienvenida. Antes de entrar admiro el majestuoso edificio, una vez más se alza ante mí con sus cuatro plantas, sus grandes ventanas enrejadas, sus largos pasillos, su infinidad de habitaciones… No entro solo, una pareja de policías me siguen. Seguramente escoltan a algún pobre diablo invitado a pasar una buena temporada.
            Como ya conozco el camino voy directo a mi lugar de trabajo.
―Hola Jorge, ¿otra vez de vuelta? ―Me saludan todos durante el trayecto.
―Pues sí, ya se han terminado mis vacaciones ―respondo invariablemente.
            Los policías me siguen. ¡Lo que faltaba! Acabo de llegar y ya me van a endosar al nuevo fichaje. Debo reconocer que no tengo muchas ganas de empezar con mis labores cotidianas, hecho que se reafirma al encontrarme cara a cara con el jefe y con su inseparable perro fiel, Alfonso. No sé quién impone más, si el jefe con su cara de circunstancia o Alfonso con sus dos metros de estatura, su cuerpo hinchado por los músculos, su cara seria y su mirada penetrante.
―Hola Jorge ―saludan los dos a la vez.
―Hola Jefe, aquí estoy otra vez ―respondo resignado.
―Bueno pues ya sabes lo que hay, ponte cómodo y dentro de un ratito hablamos ―y sin esperar respuesta se aleja por el pasillo con su guardaespaldas.
            Esas charlas con mi jefe son ineludibles, creo que la tiene tomada conmigo porque mis compañeros no corren la misma suerte.
            Obedeciendo, como es mi deber, me instalo en la nueva oficina designada; es igual que las anteriores, muy cómoda por cierto, aunque no sé quién será esta vez mi compañero, porque la oficina es para dos.
            Me cambio de ropa y voy a preguntar al supervisor por mis funciones. Como siempre, me mira de arriba abajo, pone cara de haber chupado un limón amargo y dice: “Haz lo que te dé la gana pero no molestes ni alborotes”. Yo, como es natural, me vuelvo para ver a quién ha dicho eso. Detrás de mí, tres o cuatro internos están intentando acercarse, me planto delante y con voz autoritaria les digo:
―¡Venga! Cada uno a su habitación que en seguida os llevo las medicinas.
Observo como pasan de mí, allá ellos, para lo que me pagan no me voy a jugar el tipo. Veo que Alfonso se aproxima. Viene a buscarme. Ya está el jefe en el despacho, preparado para soltarme la misma retahíla de siempre, pero cualquiera le dice que no al musculitos. Le sigo sin rechistar, o más bien me sigue él a mí, ya que tiene la maldita costumbre de colocarse detrás de todo el mundo mientras te toma del brazo, conduciéndote como si desconocieras el camino.
            La puerta está abierta. Sin apenas mirarme, con un gesto de la mano, me señala una silla, supongo que es para que me siente. A lo lejos escucho una voz como venida de ultratumba que se dirige a mí, digo a todo que sí. ¿Para qué me voy a complicar la vida? De nuevo, escoltado por Alfonso, regreso a mi destino.
―Ten cuidado porque esta vez voy a estar vigilándote muy de cerca, me convertiré en tu sombra ―y se va esbozando lo que parece una sonrisa.
            Me encierro en mi oficina. Creo que ya tengo bastante por hoy, necesito descansar, tanto trabajo me va a producir estrés. Tumbado en la cama puedo pensar mejor, necesito evadirme, creo que a eso me ayudan las pastillas que me pasan mis compañeros bajo cuerda.
            De pronto un ruido a mi lado me devuelve a la realidad, no sé si estoy soñando, pero vaya muñeca que me han colocado de compañera. Está buenísima, corpulenta pero proporcionada, un poco alta para mi estatura, pero en posición horizontal no se aprecia. Algo le tengo que decir, estoy bastante nervioso, pero me lanzo.
―Hola, me llamo Jorge, ya era hora de que mejoraran el personal y le dieran un aliciente al trabajo ―me dirijo a ella mientras la desnudo con la mirada, con tanto énfasis que por la comisura de la boca me cae un hilillo de baba.
―Hola ¿cómo lo llevas? –una voz ronca resuena en la habitación acompañada de gestos ausentes de feminidad, pero, aun así, yo le sigo viendo un puntillo que me  gusta.
―Bueno, dime ¿qué te parece la oficina?
―No está mal ―sentencia echando un vistazo al entorno ―. Pero no pienso quedarme mucho tiempo. ¿Te apuntas?
―Yo te sigo al fin del mundo si hace falta ―respondo ilusionado.
―Esta noche. Ya te avisaré.
            Tengo la ligera impresión que no es la primera vez que vivo esta situación y me temo que no será la última. A veces tengo noción de la realidad pero la aparto porque no me gusta, prefiero vivir en mi universo incierto.

jueves, 19 de enero de 2012

TRES DÍAS (Publicado en "Revista Almiar")

Día 1
Como cada día, Román vuelve a casa después de un agradable paseo bajo la luz de un sol primaveral. Vive en un núcleo residencial y está bien atendido. En su rostro, surcado de arrugas, destacan la alegría de sus observadores ojos, junto con la sempiterna sonrisa en los labios.
Cuando se dispone a introducir la llave en la cerradura de la puerta, una visión lo distrae. Ahí está, con su larga y ondulada melena rubia, sus grandes ojos azules, sus blancas piernas apenas cubiertas por el vestidito estampado que lleva puesto… y su boquita de labios sonrosados en los que se adivina una hermosa sonrisa. Hace tanto tiempo que Román no ve a un ser tan angelical y tan puro… No puede apartar la vista de ella. Necesita estar a su lado. Necesita oír su voz. Necesita… Procede como antaño, mira a un lado y a otro para cerciorarse que no está al cuidado de ningún adulto, y cuando acercarse no supone un riesgo, lo hace lentamente.
―Hola bonita, ¿cómo te llamas?
No hay respuesta por su parte, se limita a mirarlo con expresión indescifrable.
―¿Estás solita? ¿Y tus padres?
Sigue mirándolo a la vez que levanta la mano y se la entrega. Sin pensarlo dos veces, Román la lleva hasta su casa. Una vez dentro, cierra la puerta suavemente.


Día 2
            Como cada día, Román vuelve a casa después de su habitual paseo. El cielo está poblado de nubes grises que presagian lluvia. Vive en un núcleo residencial a las afueras, donde la atención es escasa. En su rostro, surcado de arrugas, destacan la tristeza de sus ojos junto con la fina línea de sus labios, apretados en una mueca impersonal.
      Cuando se dispone a introducir la llave en la cerradura de la puerta, aparece ella, con sus cabellos despeinados, su largo vestido gris y un surco violáceo alrededor de los ojos, oscureciendo la expresión del rostro. Necesita alejarse. Necesita que desaparezca. Necesita… Mira a un lado y a otro, buscando a alguien que pueda socorrerlo.
―Me has hecho ver la realidad, estoy arrepentido ―expresa con voz lastimera.
No hay respuesta por su parte, se limita a mirarlo con cínica expresión.
―No puedo pasar otra vez por lo de ayer ―suplica encarecidamente.
Sigue mirándolo, lo toma de la mano y entran juntos. Ahora es ella quien cierra suavemente la puerta, no tiene prisa.


Día 3
            Como cada día, Román vuelve a casa después de un obligado paseo para matar el tiempo. Es un temerario, la tormenta arrecia y los truenos producen un ruido ensordecedor. Vive en un núcleo residencial que conoció mejores tiempos y al que ya nadie atiende. En su rostro, surcado de arrugas, destacan los apagados ojos y los labios curvados hacia abajo, como si nunca hubieran conocido una sonrisa.
Cuando se dispone a introducir la llave en la cerradura de la puerta, espera aterrado que ella aparezca pero, para respiro de su alma, no lo hace. Una vez dentro cierra apresuradamente y se dirige al dormitorio.
            Todo está en calma, una quietud perturbadora lo envuelve. Lo único que le queda es esperar. El cálculo del destino es perfecto porque esa tregua le obliga a repasar todos los pecados cometidos, esos que no se mencionan, los que nadie conoce, sólo su conciencia.
            No puede seguir así, pasea de un lado a otro con la cabeza entre las manos, intentando estrujar su cerebro para que no lo atormente. Mira constantemente a todos lados esperando verla aparecer. Y lo hace, con su delgada figura, su capa negra y la guadaña en la mano. No deja espacio, lo ocupa todo. Ahora es él quien no puede negarse a acompañarla.


sábado, 14 de enero de 2012

EL CAMAFEO



 
El conde de Monteolivos, Eduardo, se enamoró de Carmen, una joven humilde dotada de gran belleza. Carmen se había criado en el campo junto a sus padres y hermanos, todos campesinos que trabajaban en la finca del señor Conde; los padres de la joven, temiendo que éste la deshonrara, decidieron enviarla a la capital para que sirviera en la casa de unas señoritas. Una vez lejos de su familia, el conde la buscó y su asedio debilitó todas las defensas de Carmen que, perdidamente enamorada, se entregó a él. Después, Eduardo cumplió el compromiso de matrimonio pactado con una señorita de buena familia. Como regalo de despedida para su amante, Eduardo mandó fabricar un camafeo de oro y piedras preciosas, en su interior guardó una foto de ambos, así siempre estarían unidos dentro de la joya. Se lo puso alrededor del cuello y la hizo prometer que nunca se lo quitaría. Él se marchó sin saber que no sólo le había dejado el camafeo. Carmen tuvo una hija fruto de su relación con el conde. Al principio, gracias al dinero que Eduardo le dejara, vivían bien. Llegó la guerra civil y con ella muchas penas y calamidades. La pequeña Eduarda enfermó y Carmen tuvo que vender el camafeo a la señorita para la que trabajaba.
La señorita Dominga lucía en su cuello un camafeo precioso, pero había un problema, no podía abrirlo, por mucho que lo intentaba no lo conseguía. Con el tiempo dejó de importarle, era tan bonito que no necesitaba ver lo que protegía su interior. Pronto se convirtió en la señora de don Pablo, un hombre serio que trabajaba de administrador y gozaba de buena posición social. La señora Dominga disfrutó de toda clase de comodidades hasta que su esposo falleció. Para poder sobrevivir en la época de la postguerra tuvo que vender todas sus joyas, incluyendo el camafeo. Curiosamente, llegó a manos del hijo del joyero que lo había fabricado, ya que se dedicaba al mismo oficio que su padre. Al descubrir que era obra de su predecesor lo guardó con mucho cariño y decidió no deshacerse de él a pesar de que lo encontraba defectuoso, ya que no era capaz de abrirlo. Después de muchos años tuvo que cerrar su negocio y se lo vendió a un buen cliente con el que le unía una estrecha amistad.
Don Antonio regaló a su esposa el camafeo que tanto le había costado conseguir, Lola luciría en su cuello durante muchos años la preciosa joya. Nunca consiguió abrirlo y lo que había en su interior era el mayor de los misterios de la familia. Cuando Lola murió dejó en poder de su único hijo, Alberto, el valioso camafeo, le dijo que se lo entregara a la madre de sus hijos y de esta forma siempre pertenecería a la familia. Alberto conoció a Clara y se enamoraron, cuando tuvieron su primer hijo, que fue una niña a la que llamaron Carmen, Alberto le regaló el camafeo a la feliz mamá. A Clara le fascinó, nunca había visto una joya tan bonita, intentó abrirla pero no pudo. Pidió a su marido que se la pusiera y esperó ansiosa la visita de su madre, Eduarda, para mostrársela. Cuando ésta vio el camafeo empezó a llorar de alegría, había vuelto a su familia, era la joya que su padre le había regalado a su madre, Clara se lo entregó y Eduarda se lo llevó a la abuela Carmen, que sentada en una silla veía el tiempo pasar. Cuando Carmen tuvo el camafeo en sus manos suspiró, lo abrió cuidadosamente y se llevó la foto de su amado a los labios.

miércoles, 4 de enero de 2012

LA HAMBURGUESA QUE COLMÓ EL VASO







Por enésima vez Pepita sacó el tema a colación. José, leyendo el periódico sin levantar la vista, la dejaba monologar a gusto.
―Si van todos nuestros amigos, ¿por qué nosotros no? ―Iba de un lado para otro del salón limpiando un polvo inexistente y cambiando de sitio cualquier objeto que se le cruzaba.
Silencio. Pepita levantó una delicada figura de porcelana e hizo ademán de lanzarla contra José, pero bajó el brazo, la volvió a colocar en su sitio y emitió un estrepitoso resuello.
―¿Te acuerdas de Amador? ―Sin esperar respuesta continuó ―. Sí, ese al que todos llamábamos “viejo recoleto”. Pues no se pierde ni un viaje del Inserso. El “viejo saltimbanqui” lo llaman ahora.
Nada. José seguía inmerso en la lectura. Pepita caminó presurosa hacia donde se encontraba sentado su marido y como al descuido pasó por encima de sus pies.
―¡Ay! ―fue lo único que se escuchó.
―¿Te he pisado, cariño? No sabes cuánto lo siento. Si es lo que yo digo, necesitamos más actividad, que todavía no tenemos los setenta, aún somos jóvenes y podemos viajar, y conocer otras culturas, y relacionarnos… ―continuó un buen rato con sus razonamientos.
José la seguía con la mirada, era preferible verla venir, sus pies se lo agradecerían. De pronto notó que la mujer lo zamarreaba.
―Di algo, ¿no me has escuchado?
―Sí cariño, digo que vaya surmenage que debe sufrir tu lengua.
            Pepita elevó las cejas y abrió la boca pero, cosa inusual en ella, permaneció en silencio. José dejó el periódico sobre la mesa y se alejó por el pasillo levantando el brazo en señal de victoria y pensando: “Otras culturas… Otras culturas… Si no conoce ni la suya propia.”
Después de una cena exenta de grasas y con poca sal, Pepita volvió al ataque. Esperó que su marido se metiera en la cama. Buscó el camisón negro, corto, todo lleno de lacitos, que a José le parecía tan sexy, y sin quitarse la faja se embutió en él. Caminó con movimientos obscenos para llamar su atención. El hombre sostenía un libro entre las manos y, como de costumbre, sumergido en la vida de los personajes, no se percataba de lo que ocurría a su alrededor.  La mujer conectó la radio buscando una canción apropiada. Tuvo suerte, “you can leave your hat on” sonaba en ese momento, subió el volumen y José apartó el libro para mirarla. Con movimientos felinos se acercó a él y cuando menos se lo esperaba le saltó encima. No adivinó que los ochenta y cinco kilos de Pepita lo aplastarían. Con el rostro constreñido intentó apartarla, pero ella, al ver que sus brazos la tomaban por la cintura, se acomodó más al cuerpo del hombre paseando las manos por toda la anatomía masculina. José movía la cabeza de un lado a otro, cuando vio que no tenía remedio se dejó hacer con la esperanza de que aquello terminara lo antes posible.
A la mañana siguiente Pepita canturreaba por toda la casa. José la saludó con un escueto “buenos días” y se dedicó a sus quehaceres, que consistían en leer el periódico.
―Cariño ―interrumpió ella para no perder la costumbre ―, aquí tengo los papeles que tienes que firmar y con suerte nos vamos a Canarias, que me han dicho que es difícil que te toque a la primera.
Retiró un adorno de la mesa y le presentó a José la documentación que debía rellenar para apuntarse al Inserso. En un papel aparte garabateó con el bolígrafo para comprobar que pintaba correctamente. De un manotazo le quitó el periódico y le ajustó las gafas para que firmara.
El hombre intentó levantarse pero ella presionándole el hombro lo devolvió a su sitio.
―Anoche me prometiste que iríamos y vamos a ir.
―No recuerdo haber prometido nada ―se encogió de hombros José.
―Sí, sí, ahora no te eches atrás que la tenemos ―le espetó con los brazos en jarras.
―Bueno, voy a leer esto y después ya firmaré.
―De eso nada, firmas ahora, estaría bueno. He quedado con Matilde para entregarlos en la oficina.
―¡Que no quiero firmar nada! Vete tú si quieres, pero yo no me apunto a esos viajes que te llevan de un lado para otro sin parar, eso sin contar con que te dan unos madrugones para coger el autobús… Te pasas toda la noche en vela por temor a llegar tarde…
―Eso son tonterías tuyas, si no duermes una noche duermes la siguiente…
―¡He dicho que no voy y no voy! ―dijo elevando el tono de voz.
Se levantó y salió de la casa dejando a Pepita soltando todo tipo de maldiciones e improperios.
A la hora del almuerzo, sentado a la mesa, José esperaba que su esposa sirviera la comida. Abriendo los ojos como platos observó como esta le ponía delante una hamburguesa.
―¿Y esto?
―Es lo que hay, por una vez no te va a pasar nada.
―Tú lo que quieres es matarme para irte a eso de los viajes con tus amigas, que ahora no puedes porque tengo que firmar yo.
―No dices más tonterías porque no te entrenas. Si te lo quieres comer bien, y si no pues lo dejas ―le habló con el ceño fruncido y la boca en rictus descendente.
―Vale, me la como ―y masticaba mirando a Pepita por el rabillo del ojo.
La dentadura postiza no notó nada, pero la lengua encontró un sabor a plástico quemado y resbaladizo. Escupió y tosió un par de veces. Ella, solícita, se apresuró a levantarse para darle golpecitos en la espalda. José exageró abriendo y cerrando la boca, como si no pudiera respirar, y se tumbó en el suelo para realzar el dramatismo de la situación que culminó cuando cerró los ojos.
―¡Ay! Viejito, ¿qué te pasa? ¿Qué tienes? No me asustes ―gimoteaba mientras le daba palmadas en el rostro para reanimarlo.
José abría y cerraba los ojos jadeando y Pepita estaba cada vez más asustada.
―Háblame, dime algo, por favor no te mueras, no me dejes solita… Te prometo que te voy a cuidar y no vamos a salir de casa nada más que al kiosco de prensa… Pero no te mueras, no me dejes ―lloraba inclinando la cabeza en el pecho de José.
Considerando que ya había tenido bastante, se incorporó y la abrazó para consolarla.
―Ea... ¡Que ya estoy bien! Hija, Pepita, no llores, pero antes de echar la hamburguesa a la sartén quítale el plástico que casi me atraganto.
―Bueno ―lo miró con los ojos aún vidriosos―, ¿estás bien de verdad?
―Sí, ahora vamos a dejarnos de tonterías y a vivir tranquilitos, sin viajes ni pajaritos en la cabeza ―Abrazó a la mujer para sellar una tregua que esperaba tuviera larga vigencia.
La tregua le duró hasta el anochecer. Una Pepita solemne le entregó un comunicado que decía así:
“Te perdono por el susto que me has dado esta tarde, así que pelillos a la mar y a vivir que son dos días, en nuestro caso uno, que tenemos una edad… Mañana voy a salir por tres motivos: tengo que comprarme un diccionario, ir a la farmacia por Viagra y entregar la documentación para apuntarnos al Inserso. Ah, no te preocupes por discutir, he falsificado tu firma.
Te quiere, Pepita.”